5.12.06

dodó in memoriam

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A principios de la década de 1860, precisamente por la época en que Edmond Halley y sus amigos Christopher Wren y Robert Hooke se sentaban en un café de Londres y se embarcaban en la despreocupada apuesta que acabaría desembocando en los Principia de Newton el cálculo del peso de la Tierra de Henry Cavendish y muchas de las otras inspiradas y encomiables empresas que nos han ocupado durante tas últimas 400 páginas, en la isla Mauricio, una isla perdida en el océano Índico, a unos 1.300 kilómetros de la costa de Madagascar se estaba superando un hito bastante menos deseable.

Allí, algún marinero olvidado, o algún animal doméstico de un marinero, estaba acosando y matando al último de los dodós, la famosa ave no voladora cuyo carácter bobalicón, pero confiado, y cuya carencia de unas patas briosas la convertía en un objetivo bastante irresistible para jóvenes marineros aburridos de permiso en la costa. Millones de años de aislamiento pacífico no la habían preparado para la conducta errática y profundamente desquiciante de los seres humanos.

No conocemos exactamente las circunstancias, ni siquiera el año en que se produjeron los últimos momentos del último dodó, así que no sabemos qué llegó primero, un mundo que tenía unos Principia u otro que ya no tenía ningún dodó, pero sabemos que las dos cosas sucedieron al mismo tiempo, más o menos. Yo creo que resultaría difícil encontrar un par de sucesos que ejemplifiquen mejor el carácter divino y criminal del ser humano, una especie de organismo que es capaz de desentrañar los secretos más profundos de los cielos y de precipitar a la extinción, al mismo tiempo y sin absolutamente ninguna finalidad, a una criatura que no nos había hecho nunca ningún mal y no era ni siquiera remotamente capaz de entender lo que le estábamos haciendo cuando se lo hacíamos. De hecho los dodós eran tan espectacularmente cortos de miras, según se cuenta, que si querías cazar a todos los dodós de una zona no tenias más que coger uno y hacerle graznar y todos los demás acudían a ver lo que pasaba.

Las indignidades cometidas con el pobre dodó no acabaron ahí. En 1755, unos setenta años después de la muerte del último, el director del Museo Ashmoleano de Oxford decidió que el dodó disecado de la institución se estaba poniendo desagradablemente mohoso y mandó que lo quemasen. Fue una decisión sorprendente. ya que era por entonces el único dodó que existía, disecado o no. Un empleado que pasaba se quedó aterrado e intentó salvar el ave pero no pudo rescatar del fuego más que la cabeza y parte de una pata.

Debido a esto y a otras transgresiones del sentido común, hoy no estamos demasiado seguros de cómo era un dodó vivo. Poseemos mucha menos información de lo que supone la mayoría de la gente, unas cuantas toscas descripciones de viajeros “sin rigor científico, tres o cuatro cuadros al óleo y unos cuantos fragmentos óseos dispersos”, según decía, en tono algo ofendido, el naturalista del siglo XIX, H. E. Strickland. Como este mismo naturalista comentaba, disponemos de más restos materiales de monstruos marinos antiguos y de torpes y pesados saurópodos que de un ave que vivió en los tiempos modernos y no necesitaba de nosotros para sobrevivir nada más que nuestra ausencia.

BILL BRYSON
“Una breve historia de casi todo”

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