21.5.07

acto 3: cartas de amor

Por todas
las que me gustaron o me gustan,
guardadas como iconos en la gruta del alma,
copa de vino en un brindis,
alzaré mi cráneo colmado de versos.
Vladimir Maiakovski y Lilya Brick habían culminado su relación, de común acuerdo, en 1925. Unos años después, Maiakovski, en viaje por París, reencuentra a Tatiana Iakovleva a quien había conocido poco antes de la Revolución Rusa, la razón de la emigración de su amiga. Durante esos días de viaje por la capital francesa, Maiakovski reavivó el romance y, llegado el momento del regreso, el poeta escribió una conmovedora carta proponiéndole a Tatiana que volviera con él, a Moscú.
Miradme:
con clavos de palabras
clavado al papel estoy.
La carta temblaba de emoción en manos de Lilya como tembló (decepcionado) nuestro poeta, cuando Tatiana ignoró la carta y se casó, poco después, con un noble europeo. (Se divorciaría años después; pero no crean que corrió tras Maiakovski: prefirió los dólares de un millonario norteamericano).
Se acaba el día.
Las mozas del aire también ansían oro,
sólo piensan en el dinero.
Allí estaba el fantasma de otro amor, Tatiana, frente a Lilya. Pero si la Iakovleva prefirió la comodidad burguesa a la aventura lírica de nuestro protagonista, ¿cómo juzgar al último amor de Vladimir Maiakovski, Verónica Polonskaia?
El apéndice del corazón creció agigantado.
Una mole de amor,
una mole de odio.
Verónica era joven, actriz de cine, deportista, vital, derroche de energía, dinámica, torbellino que sopló en la vida a los tumbos del poeta. ¿Cómo ignorarla, cómo pretender que su corazón no latía con fuerza a su lado? Conviven por un tiempo, pero Verónica está lejos de entregarse con pasión a Maiakovski. Lo sigue viendo como un monumento vivo, como un gran amigo, pero no cómo el hombre con el que pasar la vida.

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Vladimir le escribe largos telegramas que Verónica ignora.
¿Me ama en realidad? Yo crispo mis manos
y recojo,
para arrancarles su secreto,
a las margaritas,
que el aire de mayo ha dispersado.
Un día, sucede lo peor: Maiakovski lee en el diario, la boda de Verónica.

Indignado, le exige que se divorcie. Redobla los intentos y envía cartas pidiéndole su regreso, ya imposible.

Lilya mira la fecha: unos días antes de su suicidio.
En el corazón se despertaron
envidias olvidadas,
y el cerebro ocioso,
construyó su fantasía.
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Tal vez… no sólo fuera el fracaso de “Los baños”. Tal vez, no fuera el enfrentamiento con los burócratas del Partido. Tal vez, no fuera su desilusión con el rumbo que había tomado la revolución. O, tal vez, fuera todo eso…

Alguien cuenta que Verónica y Vladimir pelearon minutos antes del tiro fatal. Es más, que Verónica logró escuchar el disparo, cuando se iba, y que retornó para verlo agonizar.
Aquí se suicidó,
en la puerta de su amada.
En ese momento, Lilya comprendió que los pensamientos de Maiakovski, en los últimos segundos de vida, no habían sido para ella, sino para Verónica.
Pero
-¿me oyes?-
¡llévate a la maldita esa
que has hecho mi amada!
Entonces fue, quizá, el momento en que comprendió cuál era su exacta posición en la vida del poeta.
Tomaste,
sacaste el corazón,
y sencillamente te fuiste con él a jugar,
como una niña juega con su pelota.
(Continúa mañana: reescribiendo el pasado)