25.5.08

en una noche, el Viejazo

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EL NIDO VACÍO

Con un estilo europeo que me hizo acordar al Csec Gay de “En la ciudad”, “El nido vacío” es otra notable película de Daniel Burman, un director que rompe con el lugar común del cine argentino somnífero. No es una película sencilla, no admite espectadores no entrenados, no tiene nada que ver con la trilogía anterior, tiene menos humor y más sutileza. Pero “El nido vacío” logra retratar con extremada pericia, ese deterioro mental y social que suele agarrarnos a los hombres pasados los 50, más como cansancio por vivir que por alguna deficiencia fisiológica.

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“El nido vacío” es la historia de Leonardo, un dramaturgo cincuentón, que desde la primera escena (una cena entre amigos) demuestra que está en esa etapa que todo le rompe las pelotas. En esos minutos iniciales (clave para toda la trama que sigue) Leonardo muestra el primer síntoma de cierta pereza intelectual, signos que se manifiesta en irritabilidad social, respuestas estandarizadas de ocasión y negación a cualquier cambio o instancia nueva. Esa noche, mientras Leonardo espera despierta a su hija (qué ha salido con su novio, ¡váyase a saber para hacer qué!) empieza a garabatear ideas en una libreta, para escribir su próxima obra. Es el primer ladrillo. El primer ladrillo de la pared que lo va alejando de todos, pero especialmente, de su esposa.

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El guión de Burman (con colaboración de Daniel Hendler, su otrora actor fetiche) retrata, con delicados detalles, que se realzan en el sorpresivo final, los pasos de ese deterioro autoimpuesto. La tesis del filme (y la resolución) está en esa escena final, nadando junto a su esposa en las aguas del Mar Muerto, cuando Leonardo le dice que está cansado de nadar y ella le pide quedarse un poquito más flotando. Él acepta quedarse, pero esa aceptación no es una mera anécdota de playa, sino una metáfora cósmica: para seguir a su lado, debe seguir esforzándose para seguirla en esa calma chicha que se ha transformado su vida.

La pereza intelectual que demuestra Leonardo no es hija de la falta de vitaminas, sino del peso de contemplar la vida que se ha escurrido de las manos. Agobiado por lo que ha pasado, Leonardo bordea un peligroso camino: el de dejarse hundir, sólo desaparecer de las aguas, sin que lo demás lo noten.

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Para describir ese camino de deterioro, de autoencierro, Burman construye al protagonista con pequeños signos: la banalidad de las charlas; la radio puesta en el noticiero que nada informa, como un ruido de fondo; el imaginario interior que reemplaza a la realidad (vgr., las comedias musicales en el shopping); la improbable fantasía sexual con una chica más joven; la adopción de trabajos “más fáciles”, de menor peso específico (y menor riesgo, claro está); la repetición de costumbres rutinarias que ya no tienen razón de ser (las medialunas acumuladas en el freezer); la pereza y la inacción (el libro de su yerno que lleva a todas partes y no lee). El paquete de esa descripción, es una excelente banda de sonido jazzera, cómplice argumental de la película.

“El nido vacío” cuenta con las correctas actuaciones de Oscar Martínez y Cecilia Roth, dos actores que no nos dan vuelta la cabeza, pero que contenidos (como es el caso) suelen no distraer la trama que interpretan.

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La principal desventaja de “El nido vacío” es que no es un fin de recomendación amplia. Gran parte del público le dará la espalda, como lo hará parte de la crítica enrolada en otra vertiente estética y comercial. Pero es un notable filme con profundas ideas y una buena ejecución. No es una película para pasar a su lado, indiferente. Pero para “pegarnos” hay que sentarse a descubrir las miguitas que Burman nos deja (a modo de señuelo) durante el filme, resignificados en el final. Por supuesto, cada vez cuesta más encontrar a ese tipo de público. Y ese es el mayor riesgo que toma Burman, definitivamente uno de los mejores directores de nuestra tambaleante cinematografía.

CONSEJO: merece verse.

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