6.6.08

petra, ciudad oculta

El osado Johann Ludwig Burckhardt había nacido en Suiza a fines del siglo XVIII, se educó en Alemania y consiguió financiamiento inglés para realizar exploraciones en Africa y Medio Oriente. Era un aventurero que, animado por una curiosidad que podía terminar con su vida, se internaba en regiones desconocidas y peligrosas hasta ese momento.

En 1812, atravesó el rocoso desierto que integraba la bíblica y roja tierra de Edom, que ahora pertenece a Jordania. Atendió a una leyenda de los beduinos, que decían saber dónde Moisés había logrado hacer brotar agua de una piedra y dónde había sido enterrada su hermana Miriam. Quedaba al sudeste del mar Muerto, en el lugar más hondo del planeta.

Caminó privado de agua y comida hasta descubrir una estrecha y espectacular quebrada por donde, en los tiempos antiguos, corría un arroyo. La seca penumbra se tornaba ominosa, apretada entre los altísimos muros donde se sucedían colores provistos por minerales, alguna gota de agua que alimentaba a un arbusto raquítico y el vacilante movimiento de la luz. De súbito debió cerrar los párpados. Lo encandiló el espacio enorme que se abría delante, y en cuyo frente lucía la fachada solitaria y bellísima, casi intacta, de un palacio helenístico. Había develado a Petra -la bíblica Rekem, en hebreo- sobre la cual escribieron Flavio Josefo, San Pablo, Eusebio, Plinio, San Jerónimo y hasta es mencionada en los famosos rollos del mar Muerto.

Hacía siglos que nadie se refería a ese lugar abandonado. Burckhard informó sobre su hallazgo a Occidente y después se disfrazó de musulmán para convertirse en el primer cristiano que visitaba clandestinamente La Meca. Hizo, además, fructíferas exploraciones en Egipto.

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Desde Israel, se puede llegar por dos caminos. Uno es volar hacia Amman -llamada Philadelphia en los tiempos romanos y Ammon en la Biblia-. Luego, hay que seguir más de 200 kilómetros por tierra. Otra alternativa más sencilla consiste en dirigirse a Eilat, el puerto sureño de Israel, que da al mar Rojo. Por allí, el rey Salomón importaba las riquezas de Ophir y en esa misma tierra desembarcó la reina de Saba.

Desde Eilat se llega enseguida a la jordana ciudad de Akaba. El cruce es fácil y amistoso desde que Jordania firmó la paz; ya no existen la competencias por llegar a Petra en forma oculta. En Akaba se luce el antiguo fuerte que conquistó Lawrence de Arabia al encabezar el histórico levantamiento de la región contra el imperio otomano.

Un camino bien pavimentado y guías jordanos nos condujeron de Akaba a la magnética Petra. Se nos había advertido de vestir ropas livianas y tener a mano botellas de agua. El camino zigzaguea por orgullosas formaciones rocosas. Sólo aparecen algunas mínimas aldeas o tolderías nómadas en torno de las cuales los hocicos de las cabras se esmeran por descubrir una brizna comestible.

El viaje termina en Wadi Musa (el arroyo de Moisés), donde los lugareños insisten en que el patriarca hizo brotar agua de las piedras. Hasta hace poco, era un poblado irrelevante; ahora es una ciudad con hoteles, restaurantes, calles pavimentadas y algunos canteros con flores.


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Petra fue la capital de la extinguida civilización nabatea, que derivaba de tribus nómadas a las que les estaba prohibido sembrar, plantar árboles o construir viviendas para mantener su trashumancia. Hablaban arameo y adoraban dioses y diosas semejantes a los que predominaron luego en la península Arábiga, en los tiempos preislámicos. Se tornaron sedentarios al empezar a labrar grutas en las rocas para sepultar a sus muertos.

Impresiona la cantidad de tumbas, porque se extienden por vastas superficies. Algunas responden al período antiguo, con reminiscencias funerarias egipcias, y otras son posteriores, a las que se agregaron frontispicios grecorromanos. Pero el gran aporte de los nabateos fue su inteligencia para aprovechar la escasa agua del lugar. Levantaron pequeños diques, construyeron cisternas, cincelaron canales y ordenaron el curso de arroyos estacionales. Su vida independiente se extendió durante unos siglos antes y algunos después del nacimiento de la era cristiana.

La protección que brindaba el mareante círculo de torres naturales, más la dificultad que significaba el ingreso a través de gargantas estrechas y oscuras, convirtieron a Petra en un privilegiado almacén por donde pasaban las caravanas de camellos, mulas, caballos y estrechos carruajes que iban con sus mercaderías del sur arábigo al lejano norte sirio, y del mar Mediterráneo hacia el este babilónico, que ensambló más adelante con la ruta de la seda. Además, los nabateos empezaron a destacarse en las artesanías del cuero, el vidrio y la cerámica, hasta desarrollar un estilo que los arqueólogos distinguen con facilidad. Sus tesoros se tornaron quiméricos y despertaron la codicia de los conquistadores, entre los que figuraron Pompeyo y Trajano. El reino nabateo había tenido que enfrentar de manera sucesiva a los asirios y los griegos; luego, a las interminables legiones romanas.

Más adelante trasladaron su capital a Palmira, centenares de kilómetros al norte, ciudad que se convirtió en la más deslumbrante del Medio Oriente, con templos, palacios y monumentos bellísimos, muchos de los cuales conservan grandes porciones intactas. Pero Palmira y Petra estaban condenadas a la declinación. Ni siquiera las conquistas árabes ni el ingreso de los cruzados pudieron devolverles su esplendor.

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Petra creció y murió por esa razón. En un determinado lapso, el aislamiento funcionó como amparo, pero a la larga llevó a la muerte. Las fronteras rocosas fueron magníficas para impedir el ingreso de invasores, pero luego se convirtieron en su ataúd. Hacía demasiadas centurias que nadie la recordaba; ni siquiera los eruditos en historia lugareña. Había sido tragada por el desierto, disuelta en las nubes de un calor de brasa encendida.

Burckhardt, disfrazado de jeque, la devolvió al mundo gracias a su irrefrenable vocación exploradora. Pensaba que cualquier leyenda tenía un grano de verdad y quiso saber si Moisés, su hermana Miriam y su hermano Aarón habían andado por allí. Se internó en el laberinto de montañas calvas que aún siguen produciendo terror. Y caminó el largo y angustiante desfiladero hasta dar de narices con la magnificencia que se despliega a su término, como un escenario onírico. Con exageración, algunos pretenden incluirla entre las siete maravillas del mundo.

“Reflexiones en la ciudad de los muertos”
MARCOS AGUINIS

(la nación, 06.06.08)

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