4.7.08

capablanquino

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EL FIN DE LOS TIEMPOS

El cubano José Raúl Capablanca fue uno de los grandes ajedrecistas de la historia. Su estilo de juego es paradigma de elegancia. Se basaba en identificar los puntos débiles de la posición enemiga y luego simplificar la posición, esto es, canjear las piezas, de tal modo de eliminar todas aquellas que no fueran funcionales a la explotación de esa debilidad del rival. Los juegos de Capablanca parecían ser mansos acuerdos de tablas, con numerosos canjes que, repentinamente, derivaban en el golpe final del cubano con las pocas piezas que quedaban en el tablero. Economía de recursos. Su estilo era engañosamente simple. Parecía que cualquiera podía jugar como lo hacía él. Pero no era así. Hay que ser verdaderamente talentoso para encontrar la estructura subyacente del juego y saber dónde, cuándo y cómo atacar la situación.

Capablanquino es el adjetivo sinónimo de esa elegancia para maximizar rendimientos con mínimos recursos. Y capablanquino es el término que surge cuando uno ve “El fin de los tiempos”, la última película de M. Night Shyamalan, uno de los mimados de esta página.

Es una pena que la crítica local e internacional se la haya tomado tan a pecho con el director nacido en India y criado en Estados Unidos. No sabemos de dónde viene la bronca hacia el tipo, porque ya no se limitan a destrozarle las películas sino que están haciendo presión para declarar, unánimemente, que su carrera se ha acabado y que está fuera de la industria. ¿Por qué tanta saña con un director que muestra tantas virtudes al construir un relato, virtudes que muchos otros apenas logran intuir? Cuesta comprenderlo.

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“El fin de los tiempos” no es la mejor película de M. Night Shyamalan. Tiene más de una reminiscencia a su anterior “Señales” y utiliza muchos elementos que supimos valorar en esa obra. Pero, sin ser la gran película de su filmografía, “El fin de los tiempos” logra alcanzar auténtica tensión con elementos mínimos. Es un ejemplo de construcción de guión, una clase de cómo desarrollar climas con escasas situaciones, personajes e información.

En esta película, Shyamalan logra meternos en el tema desde la primera escena, cuando la historia no lleva más de un minuto de acción. Logra manipularnos de tal modo que nos aterramos sólo de ver que los personajes están por ser atrapados por una ráfaga de viento en un maizal. Nos asustamos con una escena que transcurre a campo abierto, a plena luz del día. Lo cotidiano se vuelve amenazador. Alguien citó a “Los pájaros” como modelo de suspenso de esta película. No está desacertado. Logra transmitirnos ese nivel de angustia de quien está cercado en medio de las cosas inocente de todos los días.

Hay un recurso que utiliza Shyamalan en esta película, el de las escenas cruentas, que merecen atención no por su grado de crueldad, sino por cómo son usadas. Asombra cómo reaccionan los personajes ante el hecho. Y esa reacción es lo que nos provoca miedo. Observemos un ejemplo. En un momento, un obrero de la construcción asiste al desplome de un compañero de trabajo de las alturas. El cuerpo (estrellado con estrépito) yace dislocado a su lado, chorreando sangre. El personaje grita: “¡Se cayó fulano!”. Hasta ahí todo normal y la reacción es la esperada. Pero, un segundo después sucede otra caída, un par de metros más allá yace otro compañero. Los obreros se acercan a ese tipo. El anterior es ignorado. Otros golpes anuncian una nueva tormenta de cuerpos precipitados. Noten que el miedo lo provoca no la primera caída, sino la reacción de indiferencia que se sucede ante la segunda, la tercera y las siguientes. Lo aterrador no es que un hombre muere desplomado de las alturas de un edificio; lo verdaderamente aterrador es que lo que sucede sea tan horrendo que esa muerte sea literalmente ignorada, segundos después de ocurrida.

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Paradigma del mismo efecto es la secuencia del tipo devorado por un león. El miedo lo provoca no el león que devora un brazo de la víctima. El terror nace en que el tipo no reacciona ni a ese hecho, ni al otro ataque del león que se lleva el otro brazo y que sigue caminando, entre las fieras, indiferente al ataque. Eso es el verdadero propósito de la inclusión de esas escenas (cruentas pero no gratuitas) en la trama de “El fin de los tiempos”.

Hay otro recurso en esta película: la tecnología para transmitirnos algo trágico que le ocurre a alguien cercano, pero tan alejado de nosotros que somos impotentes para ayudarlos. Lejanía y cercanía, en espacio y afectos, que refuerzan la sensación de angustia y paranoia.

Tal vez con menos fuerza que en sus otras películas, también aquí asoma una historia moral tras el fuego de artificio del suspenso. Reincide en la economía de recursos: todo gira sobre la mínima unidad dramática, la pareja en conflicto. Los protagonistas Elliot y Alma tiene su propio “fin de los tiempos”, en “El fin de los tiempos” global, enfrentan el final de su pareja. Y cuando el mundo se cae a pedazos y el universo se vuelva un lugar hostil, solitario y peligroso, Elliot y Alma sabrán que sólo hay algo cierto, seguro e inconmovible: el uno con el otro. La escena final, la apuesta al amor y a la vida, es la moraleja de aquellos que apostaron por el valor del afecto para conjurar los fantasmas de la muerte que sobrevuela, irracional, estúpida, inclemente, a su alrededor.

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Escenas destacadas: la lluvia de obreros; la escena inicial; la persecución en el campo, corridos por el viento; el video del león devorando a una persona. Las mejores frases, mañana.

Lupa de oro al que encuentre a M. Night Shyamalan en la película. Pista: es la voz de Joel, en el celular de Alma.

CONSEJO: ir a verla.

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