Podemos agregar una circunstancia de orden histórico: las guerras que unieron o desgarraron estas regiones. En la guerra de la Independencia, en la guerra con el Brasil y en las guerras civiles, hombres de la ciudad convivieron con hombres de campaña, se identificaron con ellos y pudieron concebir y ejecutar, sin falsificación, la admirable poesía gauchesca.
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En mi corta experiencia de narrador he comprobado que saber cómo habla un personaje es saber quién es, que descubrir una entonación, una voz, una sintaxis peculiar, es haber descubierto un destino.
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No en vano el arte es, ante todo, una forma de ensueño.
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La pelea se empeña en la oscuridad; Fierro, que defiende su vida, combate con una desesperación que no tienen los otros, y mata o hiere a muchos de los agresores; este coraje impresiona al sargento que manda la partida y que, increíblemente para nosotros, se pone de parte del malhechor y pelea contra sus propios gendarmes. Su decisión se debe a que en estas tierras el individuo nunca se sintió identificado con el Estado. Tal individualismo puede ser una herencia española. Recordemos aquel significativo capítulo del Quijote en el que éste da libertad a los presidiarios y dice que “No es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres, no yéndoles nada en ello”.
Tal vez en el corazón
lo tocó un santo bendito
a un gaucho que pegó el grito
y dijo: -¡Cruz no consiente
que se cometa el delito
de matar ansí a un valiente!
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La oveja no bala cuando la matan; blanquea los ojos.
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Esta incertidumbre final es uno de los rasgos de las criaturas más perfectas del arte, porque lo es también de la realidad. Shakespeare era ambiguo, pero es menos ambiguo que Dios. No acabamos de saber quién es Hamlet o quién es Martín Fierro, pero tampoco nos ha sido otorgado saber quiénes realmente somos o quién es la persona que más queremos.
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Podría objetarse que estos juicios presuponen una moral que no profesó Martín Fierro, porque su ética fue la del coraje y no la del perdón. Pero Fierro, que ignoró la piedad, quería que los otros fueran rectos y piadosos con él y a lo largo de su historia se queja, casi infinitamente.
Si no condenamos a Martín Fierro, es porque sabemos que los actos suelen calumniar a los hombres. Alguien puede robar y no ser ladrón, matar y no ser asesino. El pobre Martín Fierro no está en las confusas muertes que obró ni en los excesos de protesta y bravata que entorpecen la crónica de sus desdichas. Está en la entonación y en la respiración de los versos; en la inocencia que rememora modestas y perdidas felicidades y en el coraje que no ignora que el hombre ha nacido para sufrir. Así, me parece, lo sentimos instintivamente los argentinos. Las vicisitudes de Fierro nos importan menos que la persona que las vivió.
Expresar hombres que las futuras generaciones no querrán olvidar es uno de los fines del arte. José Hernández lo ha logrado con plenitud.
El “Martín Fierro”
JORGE LUIS BORGES – MARGARITA GUERRERO
11.12.09
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