La democracia nunca ha sido una cosa acabada. No puede ser otra cosa que una experiencia viva, un proyecto de emancipación siempre amenazado o discutible. La democracia constituye a lo político como un campo abierto justamente por las tensiones y las incertitudes que la sostienen. Lejos de corresponderse con una simple incertidumbre práctica propia de su puesta en obra, el sentido fluctuante de la democracia participa profundamente de su esencia y evoca un tipo de régimen que no ha dejado de resistirse a una categorización indiscutible. De allí procede, por otra parte, la particularidad del malestar que sostiene su historia. El cortejo de decepciones y el sentimiento de las traiciones que la han acompañado siempre ha sido tanto más vivo en la medida en que su definición no ha dejado de ser incompleta.
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Luego de la Segunda Guerra Mundial, menos del 20% de los países podían ser considerados como democráticos, en el sentido (mínimo) de regímenes cuyos gobiernos habían sido elegidos en el marco de una competición electoral verdaderamente abierta entre partidos. Los valores y las instituciones democráticas eran, por otra parte, fuertemente impugnados desde diversos sectores, acusados por unos de no ser más que mistificadores y puramente formales (la retórica comunista) y, por otros, de no estar adaptados a las sociedades poco desarrolladas y de dejar el campo libre a la manipulación demagógica de las masas (la retórica conservadora). La realización del interés general y la instauración de la democracia aparecen así disociadas desde varios sectores. Por otra parte, los países occidentales sostenían a menudo un doble lenguaje que se negaba casi siempre a aplicar en sus colonias aquello de lo que pretendían enorgullecerse en casa. Esta situación fue modificada por tres grandes olas de cambios. En primer lugar, el movimiento de descolonización de los años sesenta: decenas de países recientemente independizados, particularmente en el continente africano, adoptaron entonces instituciones democráticas en diversos grados. A partir de los años setenta y ochenta, el derrumbe de un cierto número de dictaduras, en Europa (España, Grecia, Portugal), luego en América Latina (Brasil, Argentina, Chile) y en Asia (Indonesia, Filipinas) fortaleció enormemente el campo democrático. Finalmente, el desmoronamiento de la URSS y de sus satélites luego de la caída del Muro de Berlín en 1989 extendió ese movimiento, que luego ha continuado.
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La historia de estos últimos treinta años ha sido vivida en el mundo occidental bajo el presupuesto de que la democracia era un bien que se poseía, que había sido adecuadamente teorizada y realizada por Occidente. El hecho de tener que conceder que la India era "la más grande democracia del mundo" no bastaba para desgastar esta certitud y para hacer salir a Occidente de su egocentrismo.
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Hoy sufrimos una falta de reflexión intelectual sobre la democracia. Sólo podemos esperar hacerla progresar y volver a los ciudadanos más activos si tenemos en cuenta las contradicciones y las resistencias que pueden sostenerla, así como también las perversiones e ingenuidades que han acompañado su historia. Para pensar bien a la democracia y hacerla avanzar, es necesario restituirle su fragilidad y su carácter problemático. En un país como los Estados Unidos, la democracia ha terminado por devenir un cuasi objeto de fe, expurgada de las interrogaciones radicales que deberían sostenerla, vaciada de su potencial subversivo. La institución de la democracia como dogma moral ha sido acompañada en EE.UU. por la negación de su contenido social, por la disimulación de sus dificultades y de sus aporías.
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La experiencia francesa ha sido marcada por otro tipo de universalismo, al que podríamos llamar universalismo retórico-formalista. Es un universalismo de la abstracción. Su fuerza no reside tanto en su contenido como en su mensaje y en la fuerza de la crítica que puede alimentarse de éste: se organiza alrededor de valores y no de instituciones. En él triunfa la idea de la libertad y de la democracia. Podría decirse de este segundo universalismo de clausura que remite a una cultura política plena y a una forma política vacía. Es un universalismo generoso, pero replegado sobre la contemplación satisfecha de una historia encantada; habiendo expulsado sus demonios y sus problemas, se ha perdido en un culto extremo de la generalidad. Es un universalismo en el que la abstracción alimenta a la ausencia de cuestionamientos.
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Salir de la clausura significa reemplazar la idea de democracia-modelo por la de democracia-experiencia. Esto implica "desoccidentalizar" nuestra mirada, adoptar una actitud comparativa, abierta a partir de las experiencias de emancipación, de participación, de deliberación.
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Sólo la democracia concebida como una experiencia abre la puerta a un universalismo real: un universalismo experimental. Reconociendo que todos somos aprendices en democracia, se puede instaurar un diálogo político mucho más abierto, ya que es igualitario, entre las naciones.
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La democracia es un objetivo a realizar: estamos todavía lejos de la constitución de una sociedad de iguales y de un dominio colectivo de las cosas, no es un capital que ya poseamos. No son tradiciones, religiones, filosofías hostiles las que se intenta hacer cohabitar en la tensión (el "choque de civilizaciones") o en la indiferencia (el pluralismo como relativismo). No es tampoco en el terreno utópico de una conversión a una misma religión política que el mundo podrá encontrar el camino de una unidad mayor. El único universalismo positivo es un universalismo de los problemas y de las preguntas, que todos deben resolver en concierto. Solamente sobre esta base el reconocimiento de valores comunes puede tener sentido.
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Efectivamente existe en la actualidad un peligro de despolitización de la democracia. El rechazo de los juegos políticos es comprensible, pero no debe conducir a una ideología del consenso. La democracia debe hacer convivir dos exigencias: la de la organización periódica de una elección entre personas y programas fuertemente diferenciados, por un lado, y la de la puesta en acción de instituciones garantes del interés general situadas por encima de esas diferencias, por el otro. La democracia como régimen apela de este modo al pleno ejercicio de la oposición entre partidos políticos, invita a realizar elecciones y organiza el hecho de que un partido se imponga sobre otros. En este sentido, ella reconoce y valoriza los conflictos: conflictos de ideas, pero también conflictos de intereses, oposiciones de clase. La democracia plantea de este modo permanentemente la cuestión de la división entre ricos y pobres en la sociedad. Pero la democracia como forma de sociedad descansa sobre el desarrollo de instituciones reflexivas e imparciales. El peligro es querer confundir los dos registros. La institucionalización del conflicto y las instituciones del consenso deben coexistir en una democracia bien ordenada.
“Pierre Rosanvallon: ‘Todos somos aprendices en democracia’”
Entrevista de FERNANDO BRUNO
(“ñ”, 20/12/09)
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