25.5.10

200

Hace doscientos años, cuando el poder colonial español implosionó con la invasión napoleónica, se produjo una Revolución que nació (como casi todos los hechos históricos) con una profunda dosis de contradicciones, azar y oportunismo. El germen de la Revolución de Mayo estaba presente en la reacción del pueblo de Buenos Aires ante las invasiones inglesas, unos cuantos años antes. Lo que salió después, a los empujones, con golpes de mano, traiciones, heroísmos y mucha sangre, fue la conformación de una nación que tuvo más cuerpo en la mente de sus protagonistas que en los hechos. Podríamos festejar hoy el bicentenario de la Revolución de Mayo como el puntapié inicial de lo que sería Argentina. Preferimos, desde acá, darle otra visión: el aniversario de una nación fallida, de un experimento que fracasó.

Es Argentina una nación que se padece, un pesado lastre para sus habitantes, un bombardeo a los sueños, una callejón sin salida. Y cuando uno hurga en la entretela de la historia, pese a los años y a que esta nación se rehizo, una y mil veces desde entonces, se pueden identificar algunas taras que nos persiguen hasta hoy día.

El primero signo es el de una Revolución que nace en las orillas del Río de la Plata, sostenida en el interés comercial del librecambio. Para los pobladores de Buenos Aires, España era la metrópoli burócrata y sus leyes estaban hechas para evadirlas, porque no se podía ser próspero bajo las reglas del monopolio comercial español. Para el resto del Virreinato, en especial del Interior, la apertura comercial del puerto significaba la destrucción de su propio comercio interior apañado por las restricciones coloniales. En su génesis, la nación que se formaba estaba dividida en dos estructuras económicas opuestas. Se tardó 43 años de guerras civiles para lograr una Constitución; 70 para nacionalizar las rentas del puerto de Buenos Aires. La construcción del Senado y el Colegio Electoral de la Constitución del '53 eran las claves para resolver, institucionalmente, esta contradicción estructural. Pero Argentina estuvo (y está) muy lejos de ser un país federal. No lo siente, no lo ejecuta, no lo ejerce.

Otro síntoma que notamos en la Revolución de Mayo es la de los líderes implacables que nunca arriesgaron el pellejo en un campo de combate. Los más radicales miembros de la Junta de 1810, los que firmaron sentencias de muerte, brillaron por su ausencia en las gestas de 1806 y 1807. El ejemplo canónico es Castelli quien está entre los que voluntariamente juraron, en 1806, fidelidad a Su Majestad Británica en el tiempo que la ciudad estaba bajo el mando de Beresford. (También Saavedra, cabe aclararlo, quien se jugó la vida frente a sus Patricios en las calles porteñas).

(Con esto no juzgamos a los protagonistas: la historia nos plantea esas “debilidades”, distintas posturas políticas acordes a las oportunidades que se abren a nuestras expectativas; Castelli, del partido criollo, buscaba la independencia y el León Británico hubiera servido de cobijo para lograr el objetivo).

También ahí, en el nacimiento de esta nación, se encuentra la violencia como elemento político. Violencia para patotear a las autoridades españolas con barras bravas en las calles del Cabildo Abierto; violencia para asesinar a los que pensaban distinto; violencia justificada por un ideal superior como la “Revolución”. No sería la última vez que corriera sangre en la historia argentina; tampoco, la última en la que estaría legitimada por señores cómodamente sentados detrás de un escritorio, dando órdenes para que otros fueran a poner la cara y hacer el trabajo sucio, eso sí, siempre en nombre de la Patria (con mayúsculas).

De los gobiernos posteriores, surgiría otra identificación: los héroes de nuestra patria hicieron las cosas a espaldas del poder. Es José de San Martín entrando a escondidas a Buenos Aires, tras liberar el sur de América, por desobedecer las órdenes de repliegue del gobierno porteño; es Belgrano jurando la bandera por su cuenta, ante el disgusto de su gobierno. No había épica sin desobediencia. Es el axioma de la dirigencia traiciona tan constante en nuestra historia.

Tras los costos sangrientos de la dictadura, la democracia nacida en 1983 alentó la esperanza de un cambio de nuestra conducta, de un acuerdo de postulados mínimos, un núcleo central de coincidencias sobre los que vertebrar el resurgimiento de la nación. Tal vez, entre tanto dolor habido, podíamos ponernos de acuerdo en respetarnos y sacar adelante este proyecto fallido. No cabe aclarar que, también, en eso, hemos fracasado.

¿Qué nos esperan los próximos cien años? Imposible responderlo. Porque depende, básicamente, de nuestras acciones. Si fuéramos lógicos, racionales, con una buena dosis de tolerancia, tal vez deberíamos plantearnos si no es el momento de analizar cómo organizarnos de otro modo, seguramente, no bajo la estructura de una sola nación. Los lazos históricos que nos unen, aunque no sean suficientes para consensuar un proyecto común, nos aseguran una interrelación en el futuro. Pero tal vez sea el momento de plantearse una decisión a la Checa y desarmar el experimento fallido, armando otras naciones entre los restos de ésta. Pero a esa posibilidad racional carece de probabilidades. No podemos vivir juntos pero no nos imaginamos viviendo separados. Seguiremos desangrándonos en cambios de rumbos, enconos, dirigencias corruptas, entregando, de a pedazos, la poca dignidad que supimos tener.

Entre las banderas, los festejos paralelos, los goles de la Selección, los desplantes y los berrinches, tal vez quede opacada esa profunda sensación de una nación a la deriva, de millones de seres que han tenido que cargar con las taras de un país con potencial para otra cosa muy distinta a esta realidad de miseria y disolución.

El sueño romántico de una nación que nos cobije parece tener más entidad que la pesada realidad que nos rodea.

No hay comentarios.: