¿Cuánta reverencia merece, por ejemplo, don Sherwood Rowland, Nobel de Química de 1985? Mucha: salvó al mundo, punto. Reconozco que la frase está devaluada por el abuso de millones de tecnófobos y ególatras que dicen hacer eso mismo. Pero este yanki descarnado, octogenario, claudicante, de ojos acuosos bajo cejas hirsutas y blancas, que se llegó a Lindau con los brazos averiados de pinchazos de terapia intensiva y “para pasar la posta a los jóvenes”, este señor salvó al mundo en serio.
En 1972, tras una vida académica impecable, gris y poco contenciosa, don Sherwood se dio cuenta de que los clorofluoruros de carbono, gases industriales entonces considerados inertes e inocuos a nivel del mar, no lo eran en gran altura y debían estar comiéndose la capa de ozono de la estratosfera terrestre. Y sin escudo gaseoso, la luz ultravioleta solar B y C sólo permitiría la vida marina, y eso a cierta profundidad. El resto de la biosera, pssss (ruido de freírse).
Sherwood Rowland, Mario Molina y Paul Crutzen lograron presentar un caso impecable y, pese a la oposición de la industria química, cosechar publicaciones. En 1985, satélites y aviones sonda le dieron razón al trío dinámico: midieron pérdidas extremas de ozono durante la primavera antártica, un caso agravado de lo que pasaba a menor velocidad en el resto del planeta y del año. En 1988, todos los asustados países del mundo firmaron el Tratado de Montreal para terminar con la fabricación de CFC, y se cumplió. Desde 2006 el agujero antártico parece haberse estabilizado, pero los niveles planetarios tal vez tarden varias vidas humanas en volver a “la línea de base” preindustrial.
(…)
… Nicolaas Bloembergen, el comedor de los tulipanes que reinventó la luz.
Entre 1944 y 1945, para no terminar en Alemania como esclavo, el joven Bloembergen, se guardó en un sótano de Utrecht, Holanda, donde sobrevivió comiendo bulbos de tulipán mientras leía libros de mecánica cuántica a la luz de un farolito de querosén. Aprovechó bien tales dietas y lecturas: finalizada la guerra, salió al sol, cambió tulipanes por hamburguesas y se mudó a la Universidad de Harvard, en Estados Unidos, donde fue uno de los inventores de la resonancia magnética nuclear, luego del maser (o láser a microondas), y finalmente del láser.
DANIEL E. ARIAS
“Algunos pronósticos inútiles”
(“ñ”, 11.09.10)
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