20.3.06

hola mamá

Aquella tarde en que volvimos los tres (papá, mi hermana Manuela y yo) nos pareció la más larga de nuestras vidas. Tan larga que habíamos llegado a dudar que terminara con la noche, a pesar que el sol se despedía por la ventana con un saludo rojizo.

Recuerdo (porque esa tarde la recuerdo siempre, aún cuando no trate de pensar en ella) a papá, acunando las trenzas de Manuela, la manito de mi hermana agarrada al ramito de violetas y el abrazo de papá, sosteniéndome contra su pecho.

La casa había crecido durante nuestra ausencia y ahora nos acorralaba con su vacío, arrinconándonos al fondo del jaulón como tres canarios mudos (el gran canario solo y sus dos pichones).

Entonces la llave giró en la cerradura y se abrió la puerta con un quejido del picaporte.

Y entró ella, con el murmullo de garúa de las bolsas del supermercado rozándole contra sus piernas.

-¡Mamá! -gritó Manuela tirando el ramito de violetas.
-¡Bueno, bueno! ¡Qué recibimiento! -rió mamá- Los hice esperar mucho, parece... ¿Tienen hambre? -preguntó.
- ¡Sí! -contestó Manuela.
- Entonces vamos a preparar la comida -ordenó.

Y en su evolución planetaria, orbitamos como obedientes satélites hacia la cocina, entre cometas de risas y de bromas. Manuela, polilla atraída hacia la luz, arrugaba su cara con sus hocicos de conejo. Mamá me acarició la cabeza al pasar. Un frío me corrió por la espalda, como si un chistoso hubiera deslizado un trozo de helado de chocolate adentro de mi remera.

Papá me llamó a su lado, para que lo ayudara a pelar las papas para el puré de Manuela. Pero no quise entrar. Me quedé en la puerta, mirándolos, sin saber bien porque hacían lo que hacían. Papá arrimó la silla alta de Manuela y sentó a mi hermanita; mamá acercó algunas miguitas de pan para que Manuela se entretuviera modelando muñequitos mientras ellos dos preparaban la comida.

Durante la cena no dejé de mirarlos. Ni a papá tomándole la mano a mamá, sin dejar de soltarla ni siquiera para comer. Ni a Manuela tirándome desde lejos con el corcho del vino cuando yo no la estaba mirando. Ni al ramito de violeta que mamá recuperó del piso y había dejado al lado de su plato. Yo me quedé en silencio. No podía entender porque actuaban de ese modo.

A la noche, cuando ya era hora de dormir, vino Mamá y me dio un beso en la frente. Me hice el dormido. No quería hablar con ella. Por lo menos, no esa noche.

Luego entró papá y la cubrió a Manuela con la frazada de payasitos amarillos, porque ella tiene esa fea costumbre de destaparse de noche y se despierta a la mañana siguiente, con mocos y resfriada. Después, papá se detuvo al pie de mi cama y me miró. Yo había entreabierto un ojo y podía verlo como en una bruma, recortado contra la luz que venía del pasillo.

Entonces papá se arrodilló, para estar más cerca y me habló bajito, muy bajito, sólo como los padres saben hacerlo. Y me dijo que él también se daba cuenta. Que Manuela era más chica, que no entendía tanto y que por eso aceptaba todo con más facilidad. Pero que era así y que él no quería perder a mamá otra vez, que por eso no hacía preguntas, ninguna pregunta, porque en una de esas podía echarlo todo a perder. Que seguramente era muy conformista, pero que él pensaba que era mejor tenerla a mamá, que no tenerla.

Para qué complicarse más, me dijo, si ella estaba en casa con nosotros aunque los tres la hubiésemos vistos, esa misma tarde, como la metían a ella y a su caja en un hoyo y le tiraban tierra encima mientras todos llorábamos.

Creo que papá se dio cuenta de que se me había escapado una lágrima, porque me dio un beso y me dijo que mamá, ya nunca, nunca más se iría.

Luego apagó la luz y se fue cerrando la puerta.

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