29.3.11
el final de virginia woolf
Es 1941. El invierno llega a su fin. En Londres, la casa en la que han vivido Virginia y Leonard Woolf es ya un montón de escombros. Hace meses que el matrimonio habita el pequeño pueblo de Rodmell, al sur de Lewes. Cada noche, camino a la capital del Reino Unido, los bombarderos alemanes sobrevuelan el pueblo. Los Woolf saben que si Hitler triunfa serán los primeros en la lista de indeseables. Son intelectuales, se han manifestado contra el fascismo, Leonard es judío. Están decididos a anticiparse a los acontecimientos: Adrián, el hermano de Virginia, les ha conseguido una dosis letal de morfina para hacer uso de ella si lo peor sucede. En ese clima, Virginia termina de escribir su última novela, Entre Actos y siente aquel vacío que tironea de ella al concluir una obra. Pero esta vez lo vive como definitivo. La escritura me ha abandonado, dice entonces a sus amigos. En marzo escribe a John Lehman –su editor– exigiéndole que no publique la novela porque a su entender “es horrible”. Leonard se encarga de despachar la carta y adjunta una nota en la que expresa su preocupación por el estado general de su mujer (V.n.w. “ Virginia not well ”) y le pide a John un tiempo de espera. Confía en que, como otras veces, ella se recuperará también de esta crisis nerviosa.
(…)
Virginia Woolf escribe en tiempos signados por la influencia de Freud, Marx y Nietzsche, una época que pone en duda la objetividad del pensamiento, alerta acerca de las trampas de la conciencia y sus posibilidades de enmascarar la realidad. Escritora experimental, Virginia busca lo que ella llama su “método”. Un procedimiento que le permita tocar la vida con la escritura, rasgar los telones que cubren la realidad opacándola. Sabe que, al tiempo que ve, la mirada también oculta las cosas con su propio tejido. Escribe para rasgar esos velos, tornarlos visibles y que la realidad se presente en la distancia desde la que tratamos de alcanzarla.
En su ensayo La narrativa moderna , refiriéndose a la ficción tal como se escribe hasta entonces, Virginia Woolf sostiene: “Examinemos por un instante una mente corriente de un día corriente.
La mente recibe un sinfín de impresiones: triviales, fantásticas, evanescentes o grabadas con afilado acero. Llegan de todos lados, una lluvia incesante de innumerables átomos; y al caer, al tomar forma como la vida del lunes o el martes, el acento recae de modo distinto que antaño; el momento de importancia no venía aquí sino allí; de manera que si un escritor fuera un hombre libre y no un esclavo, si pudiera escribir lo que quisiera, no lo que debiera, si pudiera basar su obra en su propia sensibilidad y no en convenciones, no habría entonces trama ni humor ni tragedia ni componente romántico ni catástrofe al estilo establecido, y quizá ni un solo botón cosido como lo harían los sastres de Bond Street.
La vida no es una serie de lámparas de calesa dispuestas simétricamente; la vida es un halo luminoso, una envoltura semitransparente que nos recubre desde el principio de la conciencia hasta el final.”
(…)
A comienzos de marzo de 1941, en un mundo en guerra, cuando caen los últimos copos de nieve en su jardín, Virginia vislumbra la proximidad de la primavera con tanta intensidad como la falta de futuro. Sin embargo, aún recuerda la frase de Henry James que la alienta a continuar: “Observa la llegada de la vejez. Observa la codicia, el propio abatimiento. Que todo se vuelva aprovechable.” Tras una noche sin bombardeos, el 28 de marzo de 1941 amanece brillante, claro, frío. Antes de tomar el bastón y salir hacia el río, Virginia aún le roba a la muerte tres últimas cartas dirigidas a Leonard y a su hermana Vanessa.
Veinte días después y luego de una intensa búsqueda, su cuerpo es hallado en el río Ouse. Hay piedras en los bolsillos de su abrigo. Leonard recuerda que unas semanas atrás, ella había regresado de su caminata muy embarrada: me resbalé, dijo. El le creyó. Ahora se pregunta si, una vez más, Virginia no habría aprendido de la contrariedad hasta salirse con la suya. Tal vez aquel 28 de marzo, además del temor de volver a sufrir una crisis de locura y no poder soportarla, el alma de Virginia se rindió ante la violencia y la desmesura de la realidad. Esa realidad inaprensible a la que, sin embargo, logró acercarse con su obra. Una obra prolífica y extraordinaria donde, más allá de diferencias y distancias, aún hoy, su lúcida mirada nos descubre y nos alcanza.
“Virginia Woolf: formas de narrar la angustia”
MARÍA JOSÉ EYRAS CECILIA SORRENTINO
(“ñ”, 28.01.11)
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