16.11.11

el borrador de una película de Almódovar

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LA PIEL QUE HABITO
data: http://www.imdb.com/title/tt1189073

“Es una historia durísima de venganza, con chicos y chicas y un personaje muy diabólico que me está costando ponerme en su piel” declaró Pedro Almodóvar en un reportaje, en época de rodaje de “La piel que habito”. Bueno, se nota. En la película más oscura de Almodóvar, trabajar con la idea de otra persona (en este caso, la novela del francés Thierry Jonquet) no le fue demasiado cómodo al manchego. Se nota demasiado apresto en la historia negrísima que cuenta “La piel que habito”. Están los habituales trucos almodovorianos, se reconocen sus escenas fetiches, bulle el aire de trasgresión y escándalo. Pero el mecanismo de relojería que suelen ser los guiones de las películas de Almodóvar, trabaja forzado. “La piel…” es un borrador de una gran película. Con lo cual queda en una buena película. Y, en Almodóvar, eso ya es una decepción.

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La historia bizarra oscila en una ruptura temporal que explica el conflicto. Roberto Ledgard es un eminente cirujano plástico que, en su mansión, mantiene cautiva a una bella mujer, Vera, a la que ha perfeccionado cirugía tras cirugía. Porqué está presa, cuál es su relación con el pasado del cirujano, porqué lo atrae, son preguntas que se irán contestando en la última media hora de película.

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No obstante, no importa tanto el porqué, sino de qué trata “La piel…”. La clave está en un fragmento de un programa televisivo en el que una profesora de yoga advierte que no hay que confundir la forma con el fondo. Ledgard ha caído en esa trampa. Esmerilar al ser más abyecto para transformarlo en el desvelo de nuestros afectos, es olvidar que, dentro de la piel, subsiste lo infame. Ése es el tema del filme. Y una aguda observación común en estos días: moldear el exterior, engañarnos en la simetría de la superficie, como si lográramos con esa actitud cambiar el interior, aquello que nos define.

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Que el filme termine con una declaración (“Soy Vicente”) es otro síntoma de la primacía del fondo sobre la forma, pese a que Ledgard haya tratado de convencerse de lo contrario en las dos horas previas de película.

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Hay otro rasgo “moderno” en la trama de “La piel…”: el encierro incestuoso. Reflexionando un poco, el incesto termina siendo el camino lógico del perfeccionista patológico; la pureza del ideal lleva implícita el dogma de la endogeneidad, la exclusión de lo atípico, de lo que no conocemos, de lo que nos es desconocido (i.e., lo que nos resulta “feo”). De todas las caras posibles, Ledgard ha elegido una; el único modo de no contaminarlo, es la clausura, muros adentros.

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Otra punta: la intermediación televisada. El culto por la imagen se enfatiza al reemplazar las limitaciones de la visión directa por la potenciación de la cámara. Ledgard contempla a Vera a través de la imagen en la pantalla: el zoom del tamaño de un muro, el plano detalle en su coronación. Cámaras, cámaras que se multiplican, que vigilan, que controlan pero que también reproducen (visualmente, claro) los cuerpos anhelados. En algún punto, la orgía de duplicidades subvalora el cuerpo original.

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Posiblemente, la frialdad patológica de los personajes atenta contra la historia. Abruma el peso psicótico de los protagonistas. No hay héroes. No hay inocentes. O, los poco que hay, son arrasados por la prepotencia de los egos que se les oponen.

Babaza al Mérito a Elena Anaya (lo más destacado en términos actorales), el aporte musical invariable de Almodóvar con los momentos de la cantante afroespañola Concha Buika y la fotografía de José Luis Alcaine. La frase: “Pero… prometiste no escapar…”, “Te mentí”.

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