Ésta fue una experiencia de un sábado de carnaval. Tipo siete de la tarde, pasé por la plaza principal de mi barrio. La gente hacía su vida normal: caminaba, compraba, sacaba a pasear el perro. A un costado de la plaza, en la calle cerrada al tránsito, había un escenario para festejar el carnaval. Característica: más gente arriba del escenario que abajo. Tal vez, no recuerdo bien, pase meditando en el hecho de cómo, desde la restitución de los feriados de carnaval, se había logrado pinchar el fervor por los corsos, limitada cada vez a meras expresiones simbólicas. Pero esa especulación intelectual fue disuelta rápidamente por una observación.
En la plaza, un policía de la Federal. A una cuadra de allí, dos policías de la Federal junto a un patrullero estacionado en 45° sobre Cuenca, la calle principal de Villa del Parque. A tres cuadras otros dos policías. Y vi otro dos más dispersos por ahí y por allá. Contando: no menos de ocho policías haciendo “presencia” en un evento público sin espectadores a esa hora.
Más tarde, cerca de la medianoche, volví a pasar por la plaza. Ahora había público: no completaba la cuadra. Seguían estando los policías a una, dos y tres cuadras del lugar, donde reinaba la más absoluta tranquilidad. A unas cuadras de ahí, minutos antes, frente a la puerta de mi casa, le habían robado el estéreo a mi vecino, rompiéndole el vidrio del auto.
Ojo que no me fui muy lejos del lugar donde la Federal hacía guardia para poner el ejemplo. Ni siquiera hice el esfuerzo de pensar en la guardia del Santojanni, para citar un caso que estuvo en la boca de todos en las últimas semanas.
No pude dejar de sentirme un ciudadano tomado de boludo.
Con corso, sí. Pero boludo igual.
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