30.3.12

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El antropólogo francés Claude Lévi-Strauss escribió las tres conferencias que componen L’Anthropologie face aux problèmes du monde moderne en la primavera de 1986. Fueron dictadas en Tokio, Japón. Se publicaron un cuarto de siglo después, en 2011, en francés…

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La obra de Lévi-Strauss parece suspendida entre dos tragedias: por un lado, el fracaso de la Ilustración, ese sueño de una sociedad racional e igualitaria que desembocaría en los hornos de Auschwitz; por el otro, las consecuencias del colonialismo occidental que corrompía los rincones todavía prístinos del planeta. En sus trabajos se oye la nota melancólica: él se reconocía en ambas tradiciones. Era un humanista, como lo era Jean-Jacques Rousseau, a quien admiraba, a quien en 1962 distinguió como “el fundador de las ciencias del hombre”; y era un científico: el rostro de la corriente de pensamiento más importante del siglo XX, el estructuralismo. Sabía, como humanista y como científico, que estaba condenado a destruir todo lo que quisiera conocer y comprender; que estaba condenado a asesinar todo lo que amaba.

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A finales del siglo XVIII la civilización occidental se definió a sí misma a través del ideal del progreso. Otras civilizaciones creyeron que debían seguir ese ejemplo. Las instituciones políticas y las formas de organización social que emergieron en el siglo de las luces prometían que la ciencia y la técnica no dejarían de avanzar; que le procurarían a la humanidad poder y felicidad; que los asuntos comunes se tratarían con mayor responsabilidad y que los individuos conocerían en su vida personal una libertad sin precedentes; que el movimiento de la razón propagaría el amor por lo bueno, lo bello y lo verdadero por toda la superficie del planeta.

No fue eso lo que ocurrió. Se difundieron ideologías totalitarias; los hombres se exterminaron de formas nunca vistas; se entregaron a pavorosos genocidios. La ciencia y la técnica ampliaron el conocimiento de manera prodigiosa, pero el precio fue demasiado alto: se inventaron armas de destrucción masiva, se saquearon o contaminaron recursos primarios, como el espacio, el aire, el agua. La población aumentó y en muchas regiones no fue posible evitar las hambrunas ni las miserias más irrepresentables. En las regiones capaces de asegurar su propia subsistencia, emergieron nuevos sistemas de dominación y desigualdad. Poblaciones enteras debieron migrar hacia centros urbanos que les impusieron existencias deshumanizadas en ambientes hacinados y artificiales. Las democracias acarrearon burocracias invasivas que parasitaron y paralizaron el cuerpo social. Una sociedad que creía en un progreso material y moral destinado a no detenerse jamás debió enfrentarse con los límites del modelo que ella misma había imaginado y puesto en práctica. Ya no fue capaz de asumirlo como propio, mucho menos de ofrecerlo a los demás.

Entonces Lévi-Strauss se preguntaba si no había llegado el momento de mirar en otras direcciones, de ampliar el marco tradicional de las reflexiones sobre la condición humana; si no había llegado el momento de integrar experiencias diferentes, más variadas, al estrecho horizonte en el que Occidente se había recluido durante tanto tiempo.

“Desde el momento en que la civilización de tipo occidental ya no encuentra en su propio fondo un medio para regenerarse y adquirir un nuevo impulso, ¿puede aprender algo acerca del hombre en general, y acerca de sí misma en particular, a partir de esas sociedades humildes y durante tanto tiempo despreciadas que, hasta una época reciente, habían escapado a su influencia?”.

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No importa qué tan lejos se vaya en el tiempo o en el espacio. La actividad humana está inscripta en marcos que arrojan caracteres comunes. El ser humano tiene un lenguaje articulado. Vive en sociedad. Fabrica y emplea herramientas. Establece reglas de reproducción que excluyen un determinado número de uniones biológicamente viables. Hay organizaciones institucionales que permiten consumar funciones educativas, religiosas, económicas, políticas. La antropología, en un sentido amplio, estudia todo esto.

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“Aunque los inicios de la antropología tal y como se la practica en la actualidad se sitúen en el siglo XIX, ésta tuvo como primer móvil lo que podríamos denominar una curiosidad de anticuario. Resultaba patente que las grandes disciplinas clásicas, como la historia, la arqueología, la filología –ciencias que gozaban de pleno derecho de ciudadanía en los claustros universitarios– dejaban de lado todo tipo de residuos, de restos. Un poco cual cirujas, algunos curiosos se dedicaban a recoger esos trozos de conocimiento, esos fragmentos de problemas, esos pintorescos detalles que las demás ciencias arrojaban con desdén a su basurero intelectual. En sus orígenes, la antropología seguramente no fue más que dicha recolección de hechos singulares y extraños.”

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Estos fenómenos descuidados por parecer caprichosos o irracionales o simplemente insignificantes (la división sexual del trabajo, las reglas de residencia, las prohibiciones alimenticias, las reglas de filiación y matrimonio) permitían comparar y clasificar sociedades mediante criterios más sólidos que los ofrecidos por anteriores sistemas explicativos. Permitían reconocer que esas singularidades establecen diferencias entre los pueblos, diferencias que pueden cotejarse entre sí, dado que no existe pueblo donde no se observen. Estas variaciones, a primera vista fútiles, permitieron conjugar tipologías capaces de penetrar las diversidades y de encontrar propiedades en común. Para ello, para hallarlas, no había mejor objeto de estudio que “las sociedades llamadas primitivas”.

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Acaso sea una de las líneas más bellas legadas por un intelectual del siglo XX, cuando frente al magnetófono de una entrevistadora, en 2005, a pocos años de cumplir la centuria de vida, a pocos años de morir, decía: “Estamos en un mundo al que yo ya no pertenezco. El que yo he conocido, el que he amado, tenía 1.500 millones de habitantes. El mundo actual tiene 6.000 millones de humanos. Ya no es el mío”.

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El papel del antropólogo, o al menos el papel que Lévi-Strauss se inventó para sí mismo en medio de ese drama de desencanto y pérdida, consistía en trazar una línea en el suelo y hacerles frente a esas fuerzas que sabía imparables: al fracaso iluminista, al cataclismo colonialista, a los desastres de la modernidad. Los antropólogos que describía en 1986 tenían esa impronta, esa grandeza épica, merecerían todos los adjetivos que emplean los reporteros radiales para referirse a los protagonistas de una final de campeonato mundial de fútbol.

No había sitio allí para investigadores haciendo etnografía en el metro o en el asilo de ancianos, estudiando los grafitis de los pandilleros de la esquina, perdiéndose en giros lingüísticos sin salir de las bibliotecas.


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…al buscar inspiración en sociedades hasta entonces desdeñadas, la antropología proclamaba que nada de lo humano podía ser ajeno al hombre.

Por eso, creía Lévi-Strauss, una contribución de la antropología (“contribución que por ser modesta al menos ofrece la ventaja de ser cierta”) es inspirar cierta humildad, “a nosotros, miembros de civilizaciones ricas y poderosas”. La función del antropólogo es dar testimonio de que el modo en que vivimos, los valores con los que fuimos educados y que llegamos a aceptar, no son los únicos posibles; que existieron, que existen otros valores y otras creencias, y que estos valores y estas creencias permitieron, y permiten, a algunas comunidades alcanzar la felicidad.

La antropología no hace listas con todo lo bueno de cada sociedad exótica para que, en caso de fallar algo en la propia, uno vaya a buscar allí un parche étnico. Las fórmulas de cada sociedad –explicaba Lévi-Strauss– no son extrapolables a cualquier otra. A lo que invitan los estudios antropológicos es a que cada sociedad no piense que sus instituciones, costumbres y creencias son las únicas posibles. Que se recuerde que no están inscriptas en la naturaleza de las cosas y que no pueden ser impuestas con impunidad sobre otras sociedades.

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“Revela que aquello que consideramos ‘natural’, fundado en el orden de las cosas, se reduce a limitaciones y hábitos mentales propios de nuestra cultura. De tal modo, nos ayuda a quitarnos las anteojeras, a comprender cómo y por qué otras sociedades pueden tener por simples y obvios usos que a nosotros nos parecen inconcebibles e incluso escandalosos”. Por disponer de un vasto corpus de las prácticas de innumerables sociedades se puede dilucidar cuáles son los “universales” de la naturaleza humana y así “sugerir en qué marco se desarrollarán ciertas evoluciones aún inciertas, pero que sería un error tildar por anticipado de desviaciones o perversiones”.

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“La antropología nos invita, pues, a atemperar nuestra vanagloria, a respetar otras formas de vivir, a cuestionarnos a través del conocimiento de otros usos que nos asombran, nos chocan o nos repugnan; un poco al modo de Jean-Jacques Rousseau, que prefería creer que los gorilas recientemente descriptos por los viajeros de su tiempo eran hombres, en lugar de correr el riesgo de negar la calidad de hombres a seres que, quizás, revelaban un aspecto aún desconocido de la naturaleza humana”.

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“Lévi-Strauss o la curiosidad del anticuario”
MARCELO PISARRO
(“ñ”, 16.03.12)

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