Un día (una noche, en realidad) le bajó la luna para que se enamorara de él. Y la envolvió en seda atada con un moño color salmón.
Pero ella apenas la miró, apartándola con cierto desdén.
Y él redobló el esfuerzo, seguro de ganar su corazón.
Le enseñó a un unicornio zapatear al compás de un vals vienés, mientras hacía malabares con dagas indonesas e ídolos ardientes javaneses.
Pero ella cerró los ojos, con un bostezo.
Él pergeñó el vuelo sincronizado de una docena de águilas doradas, cruzándose en el cielo del atardecer con una bandada de gráciles halcones plateados, capturando al vuelo las docenas de rosas rojas lanzadas para la ocasión.
Ella sonrió con cara de hastío apoyada en la baranda de su balcón.
La media sonrisa fortaleció su confianza y se preparó para nuevas proezas: levantar una montaña y llevársela hasta su casa; conducir una lluvia de estrellas para iluminar su habitación durante su sueño; entrelazar arcos iris, de dos en dos, para formar las letras de su nombre.
Pero entonces se preguntó porqué si él era capaz de hacer cualquier cosa por conseguir su amor, ella era incapaz de hacer algo para demostrar el suyo.
Y, al final del día, dejó el elefante a medio embalar, rasgó el papel crepé y las cintas adiamantadas y retomó el camino que lo llevaba lejos de ella y de su balcón.
Ella, que aún lo espera, en su balcón por siempre huérfano de muestras de amor.
10.5.13
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