Un viejito en su andador, caminando hacia el baño, donde morirá sentado en el inodoro.
Así fue la muerte de un dictador.
El final de Jorge Rafael Videla, la semana pasada, provocó el desfile de comentarios, puteadas, recordatorios, de los años que comandó una cruel dictadura que destruyó el país. Preferimos, antes que sumarnos al lugar común de la condena, reflexionar sobre esa muerte para encontrar algún elemento útil para el futuro.
En primer lugar, según lo publicado por los medios, la autopsia oficial señaló que Videla falleció de una hemorragia interna por las fracturas sufridas en una caída en el baño producida cinco días antes de su muerte. Mi pregunta (que no vi en ningún medio) es cuál fue la atención médica que recibió tras su caída y cómo no fueron identificadas las lesiones recibidas por el accidente. Tal vez alguno considere que el represor preso no merecía las mínimas atenciones por su bienestar, en retribución por lo que hizo con miles de personas detenidas ilegalmente. En mi opinión, quien no se merecía algo así es nuestra democracia. Sí Videla pudo hacer lo que hizo fue, justamente, porque era un dictador; nuestro sistema, pese a todas sus fallas, no se puede dar ese lujo.
El segundo punto es preguntarse cuál de las condiciones que hicieron posible dictaduras como la de Videla (y todas las habidas desde el primigenio golpe del 30 a Irigoyen) persiste aún en día. Podría dejarnos tranquilos creer que, a veces, en forma totalmente eventual, aparecen monstruos como Videla, Stalin o Hitler capaces de las mayores maldades, responsables de horrendos crímenes. Y que con su muerte podemos reestablecer el equilibrio alterado por su aparición azarosa.
Ojalá fuera cierto.
La verdad es que sospechamos que seres capaces de tomar el poder y ejercerlo de tal modo no son sólo un producto del azar, sino que confluyen en su aparición las condiciones sociales para llevarlos a liderar una sociedad. Las taras que hicieron posible la implantación de una dictadura militar en 1976 están, aún, latentes en nuestra sociedad. El virus del autoritarismo, la intolerancia, el paternalismo, el uso de la muerte como herramienta política, la tendencia a la opresión, están dando vueltas, en menor o mayor grado, en nuestra sociedad sin que podamos decir que la hayamos erradicado completamente del inconsciente colectivo. En casi 30 años de democracia no hemos trabajado ese lado perverso de la sociedad. Y estamos hoy, no menos expuestos, a caer en un gobierno autoritario con el consentimiento expreso de una porción significativa de la sociedad.
Otra reflexión que produce la muerte de un dictador, es ponernos en alerta, en no dormirse en los laureles. En Argentina, hoy, se siguen violando derechos humanos elementales. Y si la condena penal de los derechos humanos violados en el pasado son loables, mucho más sería la pena de las actuales violaciones. Porque mientras aquellas son imposibles de ser corregidas, las presentes pueden ser impedidas, ahorrando mucho dolor, sufrimiento y muerte.
Un último punto. Las necrológicas de Videla lo describen como un hombre austero, correcto, sin fortuna, creyente de haber prestado un servicio a la patria. Murió convencido de haber hecho lo que había que hacer para salvar a su país. No vamos a desmentir ese perfil. Nos vamos a valer de él para pensar en lo excesos del fanatismo. La dictadura instauró una frase que aterra por su precariedad racional: la duda es la jactancia de los intelectuales. Dios nos libre de los convencidos, de aquellos que ejercen el poder totalmente creídos de que responden a un mandato histórico o divino. Porque esas personas son capaces de los peores excesos, de los crímenes más aberrantes, porque no se permiten dudar, no se permiten preguntarse si es correcto lo que están haciendo, si no han fallado en su toma de decisiones.
La cuestión final, tal vez, no sea celebrar la muerte de un dictador sino actuar para anticiparse al nacimiento del próximo.
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