“La Nación” publicó en un especial de reportajes en el día de hoy, una nota realizada en 1988 (publicada en la revista en esa ocasión) a Paul Tibbets, el piloto que comandó el Enola Gay, el bombardero que lanzó la bomba atómica sobre Hiroshima. Seleccionamos algunos párrafos de ese reportaje que aporta importantes datos históricos.La noche antes de lanzar la bomba sobre Hiroshima, el entonces coronel Paul Tibbets ordenó que pintaran el nombre de su madre sobre la trompa del avión. Enola Gay escribieron los mecánicos con grandes letras negras de imprenta. Ese extraño bautismo, improvisado en una diminuta isla del Pacífico horas antes del primer bombardeo atómico de la historia, despertaría con el tiempo la curiosidad morbosa de legiones de periodistas y escritores, quienes trataron de encontrar una explicación razonable para ese rito que, en definitiva, identificó para siempre a una madre del medio oeste norteamericano con aquella hecatombe nuclear. Al finalizar la guerra, Tibbets mismo alentó ciertas hipótesis desconcertantes al explicar que el bautismo había sido "un homenaje" y que no le incomodaba que el nombre Enola Gay quedara asociado a la explosión. "Son dos palabras fáciles de recordar -precisó en uno de los pocos reportajes que ha concedido en su vida- y cuando mi avión sea exhibido en un museo nadie lo va a confundir con otro".Pero el B-29 jamás fue admitido en el Museo Nacional del Espacio de Washington, donde conviven, entre otros, el Spirit of Saint Louis, de Lindbergh, el módulo lunar Eagle de Neil Armstrong y medio centenar de aviones de combate de las dos guerras mundiales. La presencia del Enola Gay sería, todavía hoy, demasiado provocativa para muchos visitantes, sobre todo para las oleadas de turistas japoneses que pasean entre los viejos aviones con sus Nikon colgadas al cuello. Lo que hicieron las autoridades del museo fue relegarlo a un anonimato piadoso pero vergonzante: argumentaron que era "demasiado grande" para ser exhibido y lo arrumbaron en un hangar anónimo de la Fuerza Aérea en el estado de Maryland. Tibbets tuvo mejor suerte que su avión. Pero a diferencia del B-29 nunca pudo refugiarse en la paz que trae el olvido. Tampoco sabe, cuarenta y tres años después de finalizada la guerra, cómo lo recordará la historia. Ni siquiera cómo lo recordarán los norteamericanos de las próximas generaciones. En el momento en que lo nombraron comandante del supersecreto Grupo 509 de la fuerza aérea de los Estados Unidos -cuyo objetivo era arrojar la primera bomba atómica- ya era un piloto famoso y tocado por la gloria. Había realizado 40 misiones sobre la Alemania nazi y siempre había logrado traer de regreso a casa a sus bombarderos ametrallados por el enemigo. Hiroshima lo convirtió, de la noche a la mañana, en un héroe nacional. Era el piloto temerario que con una sola misión sobre territorio japonés y una bomba con un poder explosivo equivalente a 20.000 toneladas de TNT había acelerado el fin de la lucha en el Pacífico y salvado de una muerte segura a decenas de miles de marines. Dos días después de Hiroshima se ofreció como voluntario para Nagasaki, pero sus superiores no lo dejaron ir: era un hombre demasiado valioso como para arriesgarlo en un segundo vuelo. Fue entonces cuando el público conoció los primeros informes de lo que había sido Hiroshima. El Enola Gay dejó caer la bomba a las ocho y cuarto de la mañana del 6 de agosto de 1945. La explosión ocurrió en el aire, a unos 570 metros sobre el hospital Shima, ubicado en el centro de la ciudad. En los primeros 9 segundos murieron 100.000 personas y otras 100.000 quedaron heridas, muchas de ellas de gravedad. La temperatura en el lugar del impacto alcanzó los 50 millones de grados centígrados; a dos kilómetros de distancia el calor era de 1800 grados. La onda expansiva -con una fuerza de un kilo por centímetro cuadrado- derribó 60.000 edificios de un soplo y convirtió el centro de la ciudad en un descomunal baldío radiactivo. Los sobrevivientes dijeron, simplemente, que aquella mañana "el cielo se derrumbó sobre ellos y luego volvió a levantarse". Pocas veces alguien dio una definición tan breve y a la vez tan fiel del infierno. Cuando las cifras de Hiroshima llegaron a diarios de todo el mundo, los científicos del Proyecto Manhattan, los padres de la nueva arma, comprendieron también que ésta había estallado sobre la conciencia de los norteamericanos. Poco después Tibbets fue convertido en uno de los blancos predilectos de los movimientos antinucleares y pacifistas.
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En septiembre de 1944 las instrucciones secretas que recibió nuestro grupo mencionaban la posibilidad de una acción dividida, es decir, operar sobre blancos diferentes. Siempre entendí que hablábamos del frente del Pacífico, no de Alemania. Pero si la guerra en Europa continuaba habríamos dejado caer la bomba en Alemania, no tengo ninguna duda.
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Hasta donde yo fui informado, Truman se arrogó la responsabilidad final después de escuchar a todos sus asesores. Como comprenderá no fue una decisión fácil. No sólo los científicos se oponían, sino también algunos miembros del gabinete, incluido el almirante King, que era jefe del Comité de Guerra. Pero el general George Marshall había preparado un informe a favor del ataque con argumentos muy sólidos; le había advertido al presidente que invadir Japón a punta de bayoneta iba a costar alrededor de un millón de muertos más, entre combatientes norteamericanos y japoneses, sin contar a los civiles. Un dato muy interesante sobre el ataque a Hiroshima (y durante años uno de los secretos mejor guardados de la Segunda Guerra) es que Truman lo consultó a Winston Churchill en la reunión de Yalta, y éste estuvo de acuerdo en que la bomba aceleraría el final de la guerra en el Pacífico.
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La mayoría de la gente sigue creyendo que la parte más difícil era dejar caer la bomba en el lugar y el momento precisos o escapar de los cazas enemigos después del ataque. En realidad, el gran desafío era armar la bomba en el aire. En ese momento teníamos en la base aérea de Tinian -desde donde salió la misión- unos 600 bombarderos y unos 30.000 hombres entre pilotos, soldados y mecánicos. Los científicos sabían que si intentábamos decolar con la bomba lista y algo le pasaba al avión, sencillamente haríamos desaparecer toda la isla. Entonces, desarrollé una estrategia para armar la bomba a unos 15.000 pies de altura; descubrí que era donde el avión se sacudía menos en esa época del año. Recuerdo que mientras poníamos a punto la misión hice una de las preguntas más estúpidas de mi vida. "¿Qué ocurre si agarramos un pozo de aire mientras ustedes están trabajando con la bomba?", le pregunté a los científicos. "Nunca nos daremos cuenta", respondió. El nombre en código del artefacto era gimmick (engaño, en inglés) y todos los cálculos de vuelo estaban escritos en papel de arroz, de modo que si la misión abortaba, cada uno podía tragarse sus anotaciones antes de caer en manos de los japoneses.
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La bomba demoró 54 segundos en caer y fueron los segundos más largos de la historia. Entonces vi el resplandor y cuando la luz llegó al avión sentí un gusto a amalgama en la boca (años después un físico me explicó que la energía atómica liberada había actuado sobre la mezcla de plomo y plata con que el dentista había arreglado una de mis muelas). Desde entonces tengo la extraña sensación de que la bomba atómica tiene gusto a amalgama. Diez segundos después del estallido nos alcanzó la primera onda expansiva. En seguida nos golpeó la segunda y el avión se estremeció como si lo hubiese alcanzado el fuego antiaéreo. Yo seguí girando hacia la izquierda hasta completar un círculo sobre Hiroshima. El hongo atómico seguía creciendo y a los dos minutos llegaba hasta los 30.000 metros de altura. Era una imagen terriblemente conmovedora. Cuando finalmente enderecé el avión y miré por primera vez hacia abajo me di cuenta de que sólo quedaban algunos edificios en ruina en los barrios alejados: la ciudad entera había desaparecido. Yo había escuchado varias descripciones posibles sobre cómo sería la explosión, pero aquello era absolutamente increíble y desolador. Ahora que han pasado los años sigo pensando que aquélla fue una decisión correcta y en iguales circunstancias volvería a arrojar la bomba.
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Un sentimental jamás habría piloteado aquel avión. Creo que una de las cosas que más le molestaron a mucha gente durante años es que nunca me haya arrepentido. Pero nunca perdí una noche de sueño por la bomba de Hiroshima.
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Como le expliqué, las órdenes no se discuten, se cumplen. Yo acepté la misión de Hiroshima porque mis superiores me lo ordenaron. Pero debo agregar que no fue algo que hice en contra de mis convicciones. Estuve, estoy y estaré siempre de acuerdo en que en aquel contexto histórico fue una decisión acertada.
“'Paul Tibbets: 'Nunca perdí una noche de sueño por Hiroshima'”
Reportaje de HÉCTOR D'AMICO a PAUL TIBBETS
(la nación, 14.10.13)
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