Sólo verlo en la foto de la escuela, guardapolvos impecable, jopo revuelto que lo caracterizaría de por vida, la mirada pícara mientras le apuntaba un codo al compañerito de al lado, y te dabas cuenta que (ya entonces) era el gordo hijo de puta en que se convertiría de grande.
Hay momentos claves en la vida, esos actos que lo definen todo. En el caso del Gordo fue esa vez que lo agarraron copiándose en el colegio. La travesura, para otros un incidente en el margen, fue premonitorio. Porque el Gordo, con el mayor desparpajo, lejos de pedir perdón y aceptar avergonzado las consecuencias de su acto, redobló la apuesta y, ante sus padres y la Directora, acusó a la Profesora de mala intención y de que, con clara intencionalidad, revisó su banco, en vez de la de los otros compañeros de curso, por manifiesta animadversión a su persona, lo que invalidaba toda prueba obtenida.
“Lo que estamos discutiendo acá” alzó la voz golpeándose el pecho “Es si alguien tiene el derecho a prejuzgar. Sin ningún motivo, sin ningún hecho objetivo, se me examinó por la presunción infundada de que me estaba copiando. Que lo estuviera haciendo o no, no es motivo de análisis. La discusión es cuán fundada estaba esta presunción y qué valor tienen las pruebas recogidas en tal estado inicial violatorio de la legalidad”.
El léxico utilizado, la cadena lógica de razonamiento, la concatenación de ideas, el despliegue de conceptos jurídicos y el grado de desfachatez, auguraban su futuro promisorio de abogado.
No sólo no le hicieron nada por pescarlo copiándose; también logró que le iniciarán sumario administrativo a la profesora.
Ése día, el Gordo Baez aprendió para que era bueno: había nacido para zafar. Y se propuso zafar para el resto de su vida.
Desde entonces, su derrotero fue en línea ascendente. Se recibió pirateando las materias finales, se dedicó a carroñear en casos mediáticos y embarulló Tribunales hasta hacerse conocido como un abogado de varias cifras de honorarios.
Supo tener mujer, dos hijos, tres amantes; cagó a sus socios y se quedó con el Estudio Jurídico, quebró la empresa que heredó de su viejo e hizo una buena diferencia que invirtió en Miami.
Era el tipo ideal para invitarlo a un asado pero al que no le confiarías ni diez minutos a tu perro. En eso se convirtió el Gordo Báez, un zafador serial.
Pero hubo un día en que la vida lo paró en seco y se creyó que se iba a cortar la suerte. Su tos crónica de fumador se convirtió, exámenes mediantes, en un cáncer de pulmón. Y no era de los mejores cánceres para zafar.
Contra la pared, en largas sesiones de quimio, putéandose por su adicción al tabaco, jurando que no iba a volver a tocar un cigarrillo si zafaba de ésta, lloró su enfermedad en soledad. Apenas lo visitó su secretaria, más para saber cómo llevaría los casos pendientes de estudio si pasaba algo que por algún atisbo de preocupación en su salud.
Contra todo pronóstico, el ahora ex Gordo Baez capeó el temporal y llegó vivo al final del tratamiento. Tambaleándose en el pasillo del consultorio, apoyándose en las paredes, escuchó que el cáncer estaba en remisión y que parecía que, también esta vez, había zafado.
Sonrió, con la misma sonrisa de gordito hijo de puta que lo caracterizaba de chico, y supo que su estrella era zafar.
No. Ni un cáncer agresivo lo iba a doblegar. Había nacido para esto: zafar.
Ya en la calle, el mundo le pareció un lugar chiquito, sin desafíos, totalmente a su merced.
Sacó un faso, lo prendió y fumó con esa sonrisa. Una y otra vez.
Y cruzó la calle donde se lo llevó puesto un colectivo.
5.11.13
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