12.2.14

disney, travers y poppins

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Mary Poppins llegó volando con un viento del este en 1934 y, en poco tiempo, se transformó en un fenómeno editorial en el mundo de habla inglesa. Igualar el éxito de ese volumen seminal y sus siete secuelas con lanzamientos más recientes (Harry Potter seguramente esté en la mente del lector) es no sólo innecesario sino insustancial: el mercado literario actual y su relación de sinergia con la industria del cine no resiste una comparación con la de aquellos años. Walt Disney, quien estuvo detrás de los derechos de adaptación de esa novela durante más de veinte años, lo sabía muy bien.

Mary Poppins llegaría volando con un viento del este a las pantallas de cine del mundo treinta años más tarde, en 1964, y no volvería a habitarlas en ninguna otra aventura. Es esa producción de los estudios Disney, uno de los filmes más amados por el creador del ratón Mickey…

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En principio –como se verá, muy en contra de los deseos de Travers– la decisión de transformar el relato en un espectáculo musical resulta interesante en más de un sentido. La última oleada creativa del musical clásico de Hollywood ya había concluido y, de hecho, el género estaba extinguiéndose sin que nadie pudiera o quisiera hacer algo al respecto. En ese sentido, Mary Poppins es una de las primeras películas infantiles o familiares en adquirir cualidad de reserva natural de ese otrora ubicuo universo. Y es que, más allá de las excepciones que confirman la regla, el musical cinematográfico –como el western– se transformaría en poco tiempo en un género moribundo, sobreviviendo algunas décadas más en las películas destinadas a los niños, fundamentalmente en las de animación y especialmente en las producciones Disney. En Mary Poppins se canta. Y mucho. Dos o tres de sus composiciones se han transformado en clásicos: A Spoonful of Sugar, Supercalifragilisticexpialidocious y Chim-Chim-Cheree, todas compuestas por los hermanos Robert y Richard Sherman. Pero se baila poco. De hecho, el único número musical que podría definirse como tal en su acepción tradicional aparece cerca del final, con Bert el deshollinador, acompañado por una docena de colegas, danzando y saltando de techo en techo y chimenea en chimenea, ante la mirada azorada de los pequeños protagonistas.

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El filme fue uno de los más caros en la historia de los estudios Disney hasta ese momento, y el deseo personal de su jefe de tirar toda la carne al asador rindió sus frutos.

Mary Poppins fue un gran éxito de público y recibió trece nominaciones a los premios Oscar, triunfando en cinco categorías. Como suele ocurrir con muchos títulos oscarizados, no se trata de una gran película, más allá del carisma de Julie Andrews en su debut cinematográfico, el profesionalismo de un reparto integrado casi en su totalidad por actores británicos (la gran excepción es, por supuesto, Dick Van Dyke) y la gran cantidad de novedosos efectos especiales: cables para elevar y “hacer volar” a los actores, sofisticada composición de imágenes reales y pinturas, escenas terminadas en posproducción mediante el proceso de pantalla azul.

De hecho, es una película narrativamente tosca, a la cual le cuesta encontrar un eje y donde los números musicales se amontonan sin demasiado sentido del ritmo. Pero hay algo, indudablemente, que hizo click en el público, un espíritu que está presente en el texto original de Travers y que los guionistas Bill Walsh y Don Da Gradi mantuvieron y, en algunos casos, potenciaron a partir de los diversos cambios introducidos en la narración.

La historia está centrada en los hijos del matrimonio del Sr. y la Sra. Banks (cuatro en el libro, dos en la película) y de cómo la llegada de una nueva niñera altera radicalmente la relación entre los miembros de la familia. Que la nanny en cuestión tenga poderes mágicos es lo de menos, porque los cambios que comienzan a tener lugar no tienen tanto que ver con el campo de lo simbólico, sino con la dinámica cotidiana entre padres e hijos. Poppins libera la imaginación de los chicos, atrapados en una estructura familiar de roles rígidos y deberes claros, en el cual los pequeños no son tales, sino apenas futuros adultos. Es bueno recordar que Travers escribe la novela en los 30 y su historia es contemporánea a la publicación, años de auge de diversas teorías y tendencias reformistas en la educación y la crianza infantil.

La película, en cambio, fue rodada en el vórtice de la revolución social de los años 60 y traslada la acción a comienzos de la década de 1910, en un Reino Unido que sufría la resaca del espíritu victoriano, todavía aferrado a la fantasía de un glorioso Imperio que comenzaba a descascararse. A fin de cuentas la novela, pero fundamentalmente la película –didacticismo de Disney interpósito–, no habla de otra cosa que de cómo educar a los hijos, cuándo utilizar las estrategias de la diplomacia y la negociación y cuándo poner en práctica los límites, qué valores son los más importantes para el desarrollo del ser humano durante los años de la infancia.

El Sr. Banks está atrapado en una telaraña social regida, como su nombre lo indica, por su trabajo en el banco y por una cristalizada imagen de sí mismo que irradia como un Rey Sol hacia la familia y el resto de la sociedad. El conflicto central en la película es la relación entre padre e hijos, con una madre no tanto ausente como aletargada, enfrascada en una lucha por el sufragio universal que tiene todo el aspecto de válvula de escape.

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Según coinciden varias fuentes de la época citadas por Valerie Lawson, autora de la biografía Mary Poppins, She Wrote: The Life of P. L. Travers , la novelista lloró desconsoladamente durante los últimos tramos de la película, en la première realizada en el legendario Chinese Theatre de Los Angeles. ¿Las razones? Ira y frustración ante los resultados finales, entre otros detalles por la inclusión de una larga secuencia donde los actores interactúan con personajes animados, técnica que Travers aborrecía y uno de los temas centrales de la discusión con Disney.

La película de Hancock, mediante ciertas triquiñuelas del guión, la puesta en escena y el montaje, transforma ese llanto en la catarsis final de la protagonista, su coraza emocional finalmente vencida por el poder de las imágenes y las canciones. Mientras tanto, en la vida real, Travers escribiría tiempo después del estreno que Poppins “ya era amada por lo que era –llana, vanidosa e incorruptible-, ahora completamente transformada en una soubrette. ¿Y cómo fue posible que Mary Poppins, la imagen viva de las conductas socialmente aceptadas, terminara bailando el can-cán en una terraza, mostrando toda su ropa interior. Un niño escribió, luego de ver el filme: ‘Creo que Mary Poppins se comportó de una manera muy indecorosa’. Indecorosa, efectivamente”.

Hay un dato que corrobora fehacientemente su reacción ante la versión cinematográfica de la historia: la negativa a vender a Walt Disney Productions (o a cualquier otra empresa) los derechos de adaptación de las siete secuelas.

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Los libros de la señora Travers, en tanto, disfrutarían de un nuevo boom de ventas, disparado por su versión en la pantalla grande, y la autora retomaría a su personaje en tres libros, publicados en 1975, 1982 y 1988, este último poco antes de su muerte en 1996, a la edad de 97 años. Walt Disney moriría mucho antes, un par de años después del estreno de Mary Poppins, como consecuencia de un cáncer de pulmón, su cuerpo incinerado a pesar del famoso mito urbano que insiste en imaginar sus restos congelados para la eternidad. Claro está, no sin antes ganar la batalla por la imagen de la nanny más famosa. No sin ver antes cómo el viento del Oeste se lleva volando a Mary Poppins en la secuencia final de su película más atesorada.

DIEGO BRODERSEN
“La niñera que se animó a volar”
(ñ, 24.01.14)

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