13.8.15
una mujer sola caminando por África
Hay seres muy sofisticados que sólo encuentran el estímulo necesario en los paisajes más remotos. Delia Julia Denning es una de esas criaturas. Halló en África los lujos del anacoreta y en el silencio musicado de las noches de sabana una compañía más fiable que la que dispensan tantos hombres. En su infancia ya dio señales propicias para el extravío. Nació en 1876 en una granja de Winsconsin (EEUU). La última de nueve hermanos. Al ser la del final de la tribu, más que un deseo era un estorbo en medio de aquel vivero familiar donde se heredaban los petos de faena y los vestidos de domingo.
Aquella galaxia de gente a gritos se le hacía pequeña antes de tiempo. Tenía una sed incontrolable de algo nuevo sin saber aún lo que era el mundo. Y movida por la necesidad de escapar de las convenciones huyó de casa a los 13 años a probar qué era eso de estar sola sin dar explicaciones ni compartir plato. A los 14 conoció a un tal Arthur Reiss, barbero con aficiones de cazador, y decidió casarse porque para una muchacha con ánimo de dinamita nada debía esperar.
En una de las cacerías junto al barbero coincidió con un señor de buenos modales, gafas de montura de plomo y una asombrosa puntería con el rifle. Era Carl Akeley, taxidermista, escultor, biólogo y fotógrafo de naturaleza. Un tipo interesante y ensimismado. Un ciervo de 14 puntas para una moza con ganas de salir zumbando de nuevo. Los relatos de Carl sobre las distintas técnicas para disecar animales fueron avivando el deseo en la joven Delia, que decidió dar un nuevo volantazo, quitarse de encima al rapabarbas y dejarse alumbrar por aquel hombre impecable que tenía su centro de gravedad en la aventura y un prestigio en los Museos de Ciencias Naturales. Era 1902 y calzaba 27 años.
Delia pasó a apellidarse Akeley y la vida adquirió reflejos estimulantes. Aprendió a disparar. Aprendió a disecar con una rigurosa delicadeza. Ayudó a Carl a montar algunos de los mejores ejemplares en las vitrinas de los mejores centros y emprendieron juntos dos misiones de caza en África (en 1905 y 1909), organizadas por el Museo de Arte Natural de Nueva York, con el elefante como objetivo. En estas aventuras Delia se convirtió en cómite del grupo. Una mañana, un ejemplar macho con dos colmillos que llegaban al suelo se arrancó hacia el puesto de observación de Carl como ejerciendo una venganza ancestral por los crímenes contra su raza. Sólo el disparo certero de Delia en el centro exacto de aquel cráneo gigante pudo detener la embestida. Fue la ardua culminación del puesto de heroína en aquel viaje del que regresó a EEUU con un mono al que llamó JT Junior, un bicho cabrón que después de varios ataques entregó al zoo de Nueva York.
La gran aventura
El matrimonio duró 21 años. Delia marchó a Francia en 1918 como voluntaria de las Fuerzas Expedicionarias Americanas y la agonía del matrimonio se remató. Con el divorcio firmado en 1923 comenzó, ahora sí, la gran aventura. Un año después Delia Akeley decidió que volvía a África y que aquel viaje tendría un propósito: cruzar el continente desde la costa oriental africana hasta la costa atlántica. En el sentido opuesto a como lo hizo David Livingstone en 1854.
Por entonces era una mujer de 50 años. Nadie daba un duro por su aventura, pero ella exhibía todo su orgullo en unos ojos con fondo de resistencia. Emprendió la ruta, financiada por el Museo de Artes y Ciencias de Brooklyn, sin ayuda de guías, ni cazadores blancos, ni profesionales de safari. “Desde mi primera experiencia con las tribus primitivas del África central, hace ya 22 años, he tenido la firme convicción de que si una mujer se aventura sola, sin escolta armada y vive en los poblados, podría hacer amistad con las mujeres y conseguir información más valiosa y auténtica sobre sus costumbres tribales”, escribió.
Sin caer en la parafernalia del explorador, se dejó caer sola en medio del Congo Belga. Vestida de normal se presentó a la tribu de los Mbuti, los más diminutos de entre todos los pigmeos, que ocupaban media hectárea en la selva de Ituri. Convivió con ellos varios meses mientras los jefes del clan se debatían entre el ardor guerrero y la aceptación de esta extrañísima criatura que les sacaba cientos de fotografías sin robarles el alma.
Delia Akeley no renunció jamás a su extravagancia. Viajaba con una bañera plegable de caucho que fascinaba a los pigmeos como si convocase el cielo en un recipiente donde se echaba desnuda al atardecer con algo de diosa triunfal a la sombra de una acacia.
El viaje continuó durante 11 meses más. Y en medio del camino había que sortear animales y hambre. Cruzar las orillas del río Zambeze, orladas de cocodrilos. El acoso de algunos nativos. Enfermedades. Penurias. Viajaba siempre sola.
(…)
En aquel mundo extremo donde ni el paisaje ni las emociones se matizaban demasiado, Delia Akeley se convirtió en una referencia que se anunciaban de poblado en poblado. Fue la primera mujer que atravesó el continente africano sin más equipo que una voluntad inquebrantable y un afán extraordinario por intentar entender los miles de recodos que esconden decenas de tribus aún inéditas entonces.
Aprendió que el africano es un hombre que desde que nace y hasta que muere permanece luchando contra una naturaleza que es a la vez el envés de su alma.
Regresó a Nueva York con esa santidad incólume que los aventureros acumulan sin darse cuenta del todo. Publicó sus trabajos sobre los pigmeos y habló de cómo no existen los milagros, sino la habilidad de mantener el equilibrio en el filo de una navaja, burlando de la mejor forma al destino y al enemigo.
Sin darse demasiada importancia, con una elegancia que no buscaba reconocimiento, se fue apartando. Tenía claro algo que muchos hombres no intuyen jamás en toda una vida: que no existe pasión a la que se pueda acceder plenamente si uno no mantiene los ideales intactos.
Al final de la vida volvió a casarse con otro expedicionario, Warren Howe. Fue su cobijo contra toda tormenta. Escribió sus memorias y a los 94 años, en 1970, desconectó de todo este tinglado. A la muerte tan sólo se llevó una certeza: la vida en África.
ANTONIO LUCAS
“Delia Akeley”
(el mundo, 13.08.15)
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