1.9.15
porton down
A finales de 1964, durante unas maniobras en los alrededores de Porton, en el condado de Wiltshire (Reino Unido) y no muy lejos de las piedras de Stonehenge, 16 comandos de la marina real británica empezaron a comportarse de forma extraña. Al segundo día de los ejercicios, mientras unos soldados salían a campo abierto, exponiéndose al fuego enemigo, otros alimentaban pájaros imaginarios y algunos correteaban por las colinas o se subían a los árboles a hacer el mono. Hubo incluso quien empezó a apuntar a sus compañeros con su arma. El informe secreto de aquel día recoge que "el grupo se desorganizó, cayendo en la indisciplina y eran incapaces de cumplir cualquier orden". Su comandante, dio la unidad por perdida. Lo que no sabían ni él ni sus hombres es que les habían dado 75 microgramos de LSD.
La historia puede parecer hilarante vista desde el presente, incluso el sueño inconfeso de un pacifista. Pero es solo uno de los miles de experimentos que los militares británicos y estadounidenses hicieron con humanos dentro de sus programas de investigación para la guerra química y bacteriológica. Desde la creación del complejo ultrasecreto de Porton Down, en la I Guerra Mundial, más de 20.000 personas participaron en miles de ensayos con gas mostaza, fosgeno, sarín y otros agentes nerviosos, ántrax, Yersinia pestis (la bacteria de la peste), mescalina, ácido lisérgico y otras drogas.
(…)
Porton Down fue el corazón del programa de armas químicas y bacteriológicas del Reino Unido. En sus 2.500 hectáreas de terreno se levantaron laboratorios para una pléyade de fisiólogos, patólogos, meteorólogos... venidos de las mejores universidades británicas como Oxford, Cambridge o el University College de Londres. Se llamaba así mismo los cognoscenti, la casta privilegiada que conocía los secretos de la guerra química británica. Al principio, ensayaban las sustancias con ratones, gatos, perros, caballos o monos. Les hicieron de todo, los gaseaban, les echaban polvo de cristal en la cara o concentrado de pimienta de cayena, buscando nuevos agentes químicos.
Pero ya en 1917, tras un ataque alemán con el nuevo gas mostaza, crearon un laboratorio específico para experimentos con humanos. El objetivo era comprender los efectos de los agentes químicos en los órganos y tejidos humanos y, muchas veces, no se podían extrapolar los resultados en los ensayos con los animales. El laboratorio lo dirigía por entonces, el fisiólogo Joseph Barcroft, que había dejado a un lado las enseñanzas pacifistas de sus padres, unos cuáqueros norirlandeses.
Tras el fin de la guerra que iba a acabar con todas las guerras, la investigación no se detuvo, más bien se aceleró. Solo con animales, se realizaron 7.777 experimentos en los que murieron más de 5.000 criaturas. A los voluntarios los reclutaban entre las tres armas del ejército. Al principio, las investigaciones eran defensivas y, hasta cierto punto, lógicas: querían saber el efecto de los agentes químicos en el rendimiento de la tropa y probar la eficacia de las máscaras de gas. A los que se presentaban, les daban unos chelines de sobresueldo y les eximían de las obligaciones normales de un soldado, teniendo incluso la tarde libre. Solo en 1929 se realizaron experimentos con más de 500 militares. La cifra se multiplicaría por 10 durante la II Guerra Mundial.
Al entrar las tropas de Hitler en Polonia, en septiembre de 1939, tanto Alemania como Estados Unidos y Reino Unido eran auténticas potencias en guerra química. Y los tres usaron a humanos en sus experimentos. Los nazis recurrieron en muchas ocasiones a prisioneros, en su mayoría judíos, rusos y polacos para sus ensayos. Pero también en Porton Down usaron a extranjeros. A finales de la guerra, ante la escasez de soldados disponibles, los científicos británicos utilizaron a ciudadanos de las potencias del eje que habían sido confinados al comienzo de la contienda.
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Al acabar la guerra, Porton Down no rebajó su actividad; el inicio de la Guerra Fría les ofreció la ocasión de investigar hasta lo inimaginable. Fue también el periodo en el que la ética y las normas médicas se relajaron más y eso que, tras los juicios de Nuremberg, se aprobó el Código Nuremberg que prohibía los ensayos con humanos potencialmente dañinos que no tuvieran un fin terapéutico. La gran mayoría de los voluntarios, unos 16.000 en las décadas de los 50 y 60, no sabían nada de Porton Down. Muchos creían que iban a participar en ensayos para encontrar la vacuna de la gripe y nadie les dijo lo contrario.
Eso pensaba Ronald Maddison, un mecánico de la RAF de 20 años destinado en Irlanda del Norte, cuando se apuntó a los experimentos. Le pagaban el viaje, vivía una experiencia nueva, se olvidaba unos días de la disciplina militar y, lo más importante, podría ver a su novia Mary Pyle, que vivía cerca de Porton. Al llegar, a comienzos de mayo de 1953, un científico les explicó que participarían en un ensayo con sustancias químicas sobre la ropa. Del experimento en sí, solo les dijeron que podrían sentir “un ligero malestar” y que estarían “supervisados” en todo momento.
A las 10 de la mañana del seis de mayo, Maddison y otros cinco voluntarios entraron en la cámara de pruebas con máscaras de gas. No sabían que los iban a exponer a 200 miligramos de gas sarín puro. A los 20 minutos, Maddison empezó a decir que se encontraba mal, cayendo al suelo sudando y entre espasmos. Aunque le inyectaron atropina, el antídoto habitual contra agentes químicos, el mecánico iba a peor. Lo llevaron al hospital que tenían en las instalaciones, pero Maddison murió a las 1:30 de la tarde. En una maniobra de ocultación en la que participaron las altas esferas del Ministerio de la Guerra, hicieron creer a la familia y amigos de Maddison que había muerto por una aguda pulmonía agravada por el experimento. Habría que esperar 50 años para que el caso se reabriese y enterrase la reputación ya cuestionada de Porton Down.
Entonces no se supo, pero hubo muchos otros experimentos que leídos hoy espeluznan. Hasta 750 pruebas a campo abierto desarrollaron los científicos de Porton entre 1946 y 1976, muchas de ellas en sus colonias, como en Nigeria, Bahamas o Malasia. Cinco de esos ensayos se hicieron en el mar, usando ántrax o la bacteria de la peste bubónica. Dentro de la operación Cauldron, los militares liberaron Yersinia pestis en las cercanías de la isla Lewis, en el mar del Norte sin percatarse de que un pesquero, el Carella, con 18 pescadores a bordo, pasaba por esas aguas. En vez de recogerlos y tratarlos con estreptomicina, un antibiótico, les dejaron seguir. Querían aprovechar el accidente para sus resultados. Eso sí, estuvieron atentos a la radio del Carella por si lanzaban alguna alerta de socorro.
Pero uno de los ensayos más siniestros tuvo lugar el 26 de julio de 1963. Dentro de un programa para establecer la vulnerabilidad de las infraestructuras en caso de ataque químico o bacteriológico, los científicos de Porton Down idearon liberar una bacteria en el metro de Londres. Bajo la cobertura de una rutinaria toma de muestras, liberaron 30 gramos de esporas del Bacillus globigii. Era lo que ellos llamaban un simulador, la sustancia era inocua, aunque hoy se sabe que, puede provocar septicemia. La bacteria se extendió por varias estaciones, hasta 15 kilómetros por los conductos de la ventilación. Los londinenses no supieron hasta hace unos años que habían experimentado con ellos.
Pero el final los años 60 también llegó a Porton Down. La crisis de legitimidad del sistema, el pacifismo, el desengaño con la sociedad burguesa hicieron mella en el programa científico militar. Muchos de los veteranos científicos de Porton dimitieron, otros lo dejaron enganchados al LSD. A las puertas de Porton Down se sucedieron manifestaciones pidiendo su desmantelamiento. Desde entonces, aunque la actividad no se ha detenido, sí que se ha reducido. De los más de 6.000 voluntarios que participaron en sus pruebas en los 50, se pasó a apenas 2.000 desde 1979 y hasta 1989. Ya no se experimenta con humanos, pero sí con miles de animales.
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Más importante, gracias a Maddison, en 2008, las autoridades británicas reconocieron el daño causado, se disculparon públicamente y compensaron económicamente a otros 359 de los casi 22.000 jóvenes soldados que pasaron por Porton Down.
MIGUEL ÁNGEL CRIADO
“Un siglo de experimentos militares secretos con humanos”
(el país, 30.08.15)
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