En las primeras mezclas de tortas, los preparados que llegaron a las despensas en los años cuarenta, la cocinera sólo debía agregar agua. Inexplicablemente, para sus creadores, no tuvieron mucho éxito. Entonces los fabricantes y cerebros del marketing comenzaron a estudiar qué era lo que fallaba, si el sabor era perfecto y sólo había que agregar agua, las atareadas amas de casa deberían agradecer tamaña ayuda. Pues el problema era ése: sólo había que agregar agua. ¿Cómo podría alguien decir "mirá la torta que hice" si sólo abrió el grifo? Entonces complejizaron la tarea: quitaron los huevos y la leche del polvo preparado. Ahora la cocinera debería agregarlos. "Batir tres huevos y 220 cc de leche, agregar el contenido del envase y mezclar todo. Batir durante tres minutos con batidora eléctrica o cinco a mano. Verter en el molde. Hornear durante 60 minutos o hasta que introduciendo un palillo salga seco." Una trampa a pedir de boca: señor fabricante, hágame creer que cocino.
Fue un éxito. Tal es así que el texto entrecomillado es copia del reverso de un paquete que leí hace unas horas en la góndola del supermercado chino del barrio: más de sesenta años (1950-2015) de pasteleros de cartón.
Hace un tiempo entrevisté a Dan Ariely. Ariely es un referente de la economía conductual, un físico-economista-psicólogo, una trinidad que se me hace irresistible en nuestra modernidad. Él estudia el comportamiento irracional, cómo nos inventamos razones para fundamentar elecciones y cómo esas elecciones dependen del entorno. Le pregunté por qué hacíamos esas tortas a sabiendas de que nos daría vergüenza contarlo. "Porque queremos maximizar el orgullo y minimizar el esfuerzo. No queremos pasar todo el día haciendo una torta, pero la queremos hacer y que lo reconozcan."
EMILSE PIZARRO
“El sabor del esfuerzo”
(la nación, 24.11.15)
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