Para los argentinos, la elección de Francisco como Papa fue sorpresiva en varios niveles. En primer lugar, porque nunca pensamos que viviríamos para ver un Papa de esa nacionalidad. Segundo, porque creíamos que las chances de Jorge Bergoglio se habían agotado definitivamente en el turno anterior. Y que su destino, después de este Concilio, era la jubilación. La última sorpresa provino cuando escuchamos al recién elegido Pontífice en un campechano saludo inaugural en italiano, poniéndose en el bolsillo a una plaza repleta de creyentes que esperaban un nuevo rumbo para una Iglesia golpeada por la corrupción y los casos de pedofilia. El carisma que mostró en esos primeros minutos (que potenciaría en los días posteriores) contrastaba con el Bergoglio gris que había desempeñado su ministerio en Buenos Aires, al que se le reconocía inteligencia, modestia y compromiso con los pobres, pero que no dejaba ninguna huella en la memoria colectiva. Su conversión sugería la presencia del Espíritu Santo convirtiendo a un cura de gesto adusto en un simpático personaje global en cuestión de minutos.
De alguna manera, Francisco salvó a Bergoglio.
Y sus primeros pasos alentaron una renovación de la Iglesia Católica, una iglesia más cerca a los problemas del quehacer diario de los católicos, reformas para adentro del Vaticano, condena firme a los sacerdotes pedófilos y un público pedido de disculpas por esa atrocidad. También, su mensaje señaló los elevados niveles de pobreza en el mundo y lo puso en el tapete del discurso político internacional. Y agregó la preocupación de la Iglesia por el cuidado del medio ambiente y por la preservación de la Tierra, nuestro hogar.
Lamentablemente, en sus giras Franscico demostró cierta tendencia muy al tono del progresismo argentino, ese mito basado en que la justicia social y la república son incompatibles para algunos pueblos. En esa especie de colonialismo mental, parecería que los latinoamericanos no somos capaces de aspirar a ambas cosas al mismo tiempo, a una equitativa distribución de la riqueza con el pleno funcionamiento de las instituciones democráticas (o tal vez, justamente, lo último sea la base necesaria para alcanzar lo primero).
Como líder espiritual, no pedimos a Francisco que intervenga en asuntos internos políticos. No sería propio de su ministerio. Pero tampoco sería descabellado que señalara, como Padre espiritual, algunas de las taras de la sociedad que visita. Lo hizo en México y anteriormente en Paraguay. Pero calló convenientemente en los centros del populismo, en Cuba, Ecuador o Bolivia. En la primera no recibió a las organizaciones de Derechos Humanos que vienen luchando contra la dictadura castrista desde hace años. Sobre Venezuela, evitó cualquier comentario sobre los presos politicos. En Argentina, su patria, eludió el asunto Nisman.
No le pedimos al Papa que intervenga en política. Pero su discurso (y más de este papado) es eminentemente político. Y en Argentina, él y sus voceros informales, no dudaron en intervenir en política. Lamentablemente, también acá ha apoyado con sus gestos al populismo kirchnerista, el mismo que cuando fue gobierno mudó la sede de los Tedeums en fechas patrias de la tradicional Catedral de Buenos Aires al interior del país, para no tener que escuchar las críticas de Bergoglio. Como Francisco, el Bergoglio ninguneado, se sacó fotos con Cristina (a la que recibió muchas veces), con una bandera de La Cámpora o con personajes violentos y nefastos como Guillermo Moreno.
Durante la campaña electoral por la Gobernación bonaerense, gente como Gustavo Vera (su alter ego chirolesco) realizó campaña por Felipe Solá que venía tercero cómodo en una disputa que enfrentaba a María Eugenia Vidal con los dudosos antecedentes de Aníbal Fernández. Vidal ganó por escaso margen pero la campaña papal pudo haber dispersado votos a un tercero que no tenía ninguna opcion para mediar en la contienda. Rara elección de aquellos que señalan el flágelo del narcotráfico pero no tienen ningún prurito en posibilitar el ascenso a la provincia más grande de la Argentina a un candidato con antecedentes (por lo menos) dudosos en ese tema.
Hubo un hecho lamentable que representó una cachetada insolente a los 43 millones de argentinos que eligieron en paz y democráticamente al Presidente Macri: la ausencia de cualquier felicitación protocolar. Los aplaudidores del Vaticano hicieron malabares para explicar que estaba impedido de un saludo que hubiera sido una muestra de respeto a los ciudadanos de su país natal. En especial, a esa parte de la sociedad que luchó en desventaja, durante muchos años, para que Argentina no se convirtiera en otro eslabón populista con los que el Vaticano demuestra sentirse más cómodo. Por lo menos eso se desprende de sus actos y palabras. Uno de esos hechos fue, la misma semana de la asunción de Macri, la misma semana en la que negó el saludo protocolar al nuevo presidente, se fotografió con Guillermo Moreno y su esposa, uno de los símbolos más claros de la prepotencia autoritaria del cristinismo.
No necesitábamos el envío del crucifijo a Milagros Salas para declarar que Francisco nos decepcionó. Nos decepcionó antes, cuando la Iglesia Catlólica argentina no movió un dedo, no efectuó ninguna declaración significativa, para empezar a cerrar con sus palabras la grieta que divide a la sociedad. Unas palabras de unión y de tolerancia, dada por sus obispos con la venia del Vaticano, hubiera sido un bálsamo de reflexión para una sociedad efervorizada por la contienda electoral.
Allí sí esperábamos el trabajo pastoral de los obispos argentinos.
Pero no. Francisco calló como lo hizo en Ecuador, Bolivia o Cuba.
O, mejor dicho, Francisco decepcionó a los argentinos.
Triste papel el que se reserva Bergoglio en las sandalias de Francisco, quien asombró como Francisco internacionalmente pero asumió para su patria el desteñido rol del Bergoglio que le conocimos por estos lares.
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