La democracia como sistema de gobierno es un acuerdo. Un acuerdo de administración de conflictos. Un modo de negociar en la sociedad en la que, por naturaleza, habrá distintos (y hasta irreconciliables) puntos de vista. Como todo acuerdo, es inestable. Inestable por el deseo de maximizar la posición individual en detrimento del conjunto, restricción que se agudiza cuando los recursos que genera una sociedad, menguan o escasean.
En la historia, desde la noche de los tiempos, los pensadores políticos han reflexionado sobre cómo conformar el gobierno perfecto. Casi tanto cómo aquellos que han pensado en generar una alternativa a la economía de mercado. Casi invariablemente, por más pureza que hubiera en la propuesta, la realización de esos proyectos desembocó en pesadillas autoritarias.
Posiblemente porque atrás está la idea de una estabilidad, del descubrimiento de un teorema que logre organizar una comunidad para que todos estén conformes, felices, dispuestos. Y ése, me atrevo a decir, es el error principal. Porque la uniformidad del pensamiento, la conformación de una vez y para siempre, es mucho pero mucho más inestable que el sistema democrático de gobierno. Y lo es, básicamente, porque las sociedades mutan sus preferencias con el paso del tiempo. Y lo que una comunidad juzgaba justo en una época, le parece absurdo en otro.
Que un negro o una mujer votaran en la sociedad de hace unos cuantos siglos, era una idea descabellada. Hoy nos parece opresiva una sociedad que limite ese derecho. Podríamos hacer razonamientos similares con los homosexuales, los sindicatos, los menores, los creyentes de una religión distinta a la oficial. Cambian las sociedades, cambian sus gustos, cambian sus demandas. Y no hay, por más que se quiera, un teorema que nos deduzca el mejor modo de gobierno. La política no es una ciencia exacta. Es prueba y error.
Lo que ha demostrado la historia es que el menos malo de los sistemas de gobierno es la democracia. Que tiene su grado de anarquía, de disenso, de desorden, de búsqueda insatisfecha. Pero es el único que ha demostrado satisfacer las exigencias de una sociedad libre y abierta.
Y debemos recordarlo en épocas como éstas, en este año en que las sociedades se tornaron indescifrables para politicos y medios de comunicación. Las sorpresas del Brexit o el No al tratado de paz en Colombia, pueden hacer decir (como lo hizo Martín Caparrós en la versión española de “The New York Times”) que la democracia no funciona. O culpar a Cameron o a Santos por haber cometido la imprudencia de preguntarle a los votantes si estaban de acuerdo o no con una acción de gobierno.
Por má sque creamos que la elección de los británicos o de los colombianos haya sido un error, si creemos en la democracia, si creemos en la libertad, si creemos en la consulta al electorado para darle legitimidad a decisiones trascendentes, si creemos que es mejor debatir que imponer, negociar que instaurar, no podemos dudar de la validez de pedir la opinión del pueblo. Nos guste o no, el resultado al que lleguemos.
Lo que sorpresas como el Brexit o Colombia muestran, no es la falla de la democracia, sino, tal vez, de sus dirigentes, que no pueden sintonizar el pensamiento de su sociedad, que no pueden liderarlos por el camino que parezca adecuado. Lo que demuestran estas elecciones es que hay una demanda de la sociedad, una queja, que no había sido escuchada. Y que explota en un acto eleccionario y derrumba negociaciones que llevaron esfuerzos para concretar.
Lo que debe llamar la atención no es tanto que una sociedad vote en contra de lo que se le propone. Lo que debe llamar la atención es cómo el cuerpo de intelectuales, de los que piensan la realidad mediatizada, están prestos a condenar la opinión que los contradice. Alabamos al pueblo pero despotricamos contra él cuando no vota como nosotros le dijimos que tenían que votar.
La democracia, ciertamente, tiene muchos puntos para ser mejorados. Hay hoy otras herramientas que las encuestas (que fracasaron rotundamente en todas partes en los últimos tiempos) para sondear las opiniones de la gente; deben perfeccionarse otros mecanismos para atraer a los individuos a las discusiones de los temas públicos; hay un campo fértil para pensar y examinar otras formas de participación. Pero la naturaleza no debe ser desechada: la democracia es un un pacto de que vamos a hacer lo posible para discutir una solución que nos satisfaga mayormente a todos.
Como último punto, también hay que reivindicar a líderes como el Presidente Santos que han comprometido su popularidad, para negociar la paz. Con fallas, con baches en el camino, con errores, pero ha puesto en juego su caudal político por construir algo distinto a la guerra. Le salió mal y debe reinventarse en otra negociación. Pero eso no quiere decir que no deba reconocerse el coraje de examinar otra senda y de mirar al futuro.
Casualmente, ésa es otra diferencia de la democracia con esos sistemas utópicos que se diseñaron en un papel: siempre mira al futuro. Porque es en el futuro donde se perfecciona; porque jamás está satisfecha con el presente.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario