Yo me consolaba pensando que sólo un principe capaz de olvidar sus juramentos y de orientar su pensamiento según los vientos del destino posee las virtudes necesarias para conducir los asuntos públicos.
Con el poder ocurre como con la libertad: sólo se adquieren por la debilidad de los otros.
Todo el mundo piensa en sus ganancias; carpinteros, herreros, artesanos del cobre, mercaderes de telas, de cuero, de cebada y de aceite se dan cuenta de que la guerra es una fuente de recursos más rápida que el comercio rutinario. Hábilmente adornadas con el nombre de contribuciones voluntarias, las tasas impuestas por Odenato no fueron mal recibidas. Lo que la mano derecha dona al tesoro del Estado, la mano izquierda lo recupera de inmediato en compras de provisiones para el ejército. Algunos son reacios a entregar su oro: son los más entusiastas en ofrecer la vida de sus hijos para la salvación de la patria.
Cuando todo el mundo es engañado, se acepta más fácilmente engañarse a sí mismo.
A la inversa de los romanos, que firman sus tratados con la pueril certeza de que serán eternos por haber sido redactado por jurisconsultos, nosotros sabemos que los convenios sólo valen para el momento en que son escritos. Antes de secarse la tinta, cada parte ha recuperado lo que arriesgó. Y es bueno que así sea. Un tratado que no disimulara una segunda intención no sería un buen tratado
Su púrpura recién estrenada necesita ser adornada con los cadáveres de algunos héroes. Las guerras son ganadas por quienes la dirigen, no por quienes las hacen.
No hay Estado que no supure sus facciosos.
Añadió que, velando sobre las arcas públicas, los militares protegen también la de los financieros, y llegó a la conclusion, con admirable prudencia, de que, prestando los unos y los otros servicios al Estado, un príncipe debía honrar a sus generales y a sus banqueros para no ser dominado por éstos ni asesinado por aquéllos.
Saber provocar las aclamaciones de la muchedumbre y hacerle creer en su espontaneidad es el primer trabajo de los príncipes.
Un tío que vive demasiado, siempre tiene en alguna parte un sobrino que lo odia.
Sólo los pueblos débiles ven en la traición la justificación de sus derrotas.
BERNARD SIMIOT
“Yo, Zenobia, Reina de Palmira”
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