Nuestra opiniones están influidas, más de que lo quisiéramos admitir, por la irracionalidad. Presumimos de ser objetivos y utilizar el raciocinio para fundamentar nuestras posturas pero, lo que demuestran las ciencias del comportamiento, es que tendemos a apoyarnos en la información que justifique nuestros argumentos y desechamos aquella que los contrarían. Estar en guardia y ser escépticos de todo, en especial de lo que creemos, parece ser una buena práctica. Una buena dosis de escepticismo (sino pesimismo) podría hasta recomendarse como saludable.
Es menos frecuente, en cambio, los elogios al optimismo. Sabemos que una esperanza infundada es un prólogo a la catástrofe. Pero se enfatiza menos la advertencia sobre aquellas oportunidades que se dejan pasar de largo por un pesimista cálculo del futuro.
Hay una tendencia muy argentina del desconfiar como respuesta automática a todo cambio, toda situación. Y estimar que el horizonte para revertir una posición desfavorable se estira largamente más allá de lo razonable. No creemos que las cosas puedan cambiar. No consideramos que se logre lo que se pronuncia. No vemos las soluciones más allá de varias generaciones. No creemos capaz que nuestros conciudadanos tengan los mismos valores y empeño que nosotros. Si el futuro es negro: ¿para qué ponerle ganas? ¿Para qué ilusionarse?
Se subestima bastante la capacidad superadora que tiene el optimismo. Sobran los ejemplos en la historia de situaciones desesperadas que se revierten con fe, contra todas las posibilidades. Porque cuanto más se acotan las alternativas del éxito, más ingenio hay que poner para buscar los caminos de salida que no se muestran a simple vista. Y para hallarlos, la primera condición es estar dispuesto a encontrarlos. Si bajamos los brazos y desestimamos que haya una solución posible, ¿cómo lo vamos a encontrar?
Pulula en Argentina el intelectual en piloto automático que se jacta de la desconfianza en cualquier político, en las posibilidades de nuestro país, en lo que pueda traer el futuro. Posiblemente porque sus sólidos cimientos de creencias tambalearon ante los cambios vertiginosos de estos tiempos. A mayor velocidad en el cambio, más incertidumbre; ante lo incierto, nos replegamos en lo conocido y añoramos ese paraíso que nunca existió. Torcemos el pasado con la nostalgia de lo que nunca estuvo. Y sabemos que ante el sueño, la realidad siempre sale perdiendo.
Queremos llamar la atención de que tal vez, en momentos críticos, en épocas de cambio, el pesimismo no sea la elección más racional. Quizá, nos atrevemos a decir, considerar que todo acabará fracasando como lo certifica la historia argentina desde su inicio, no sea racional. ¿Y qué si al no explorar lo que puede ser, no apostar por lo que puede venir, dejamos pasar la oportunidad de cambiar para mejor?
Que el desfiladero sea estrecho no quiere decir que no pueda cruzarse. Y aquel que ve hacia adelante, que confía en llegar al final del trayecto, probablemente tenga más oportunidades de sobrevivir que aquellos que miran con cariño el abismo.
Digo: a veces hay que creer. A veces hay que bañarse de cierta ingenuidad y confiar en el futuro. No como una fuga hacia adelante, no sin hacer el trabajo necesario para llegar a esa meta anhelada. Pero desprovisto de ese cinismo existencial que nos permite cancherear en una esquina, cruzados de brazos en nuestra autocompasión.
Querer el futuro, aunque no se vea, puede ser el recurso más racional dentro de la desesperación. Y no está para nada mal tener eso en cuenta.
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