30.1.18
el populismo como fe religiosa
A primera vista, parecería correcto decir que vivimos “una era religiosa”, como Nicolás Berdiaeff, un filósofo católico y tradicionalista, llamó hace un siglo a la era que desembocó en los totalitarismos. Una era, escribió, “en la que el viejo mundo se descompone”, el mundo “de las luces racionalistas, con su individualismo y su humanismo, su liberalismo y sus teorías democráticas, su monstruoso sistema de industrias y capital, su ateísmo y su desprecio por el alma”. Contra todo esto, invocaba una “revolución del espíritu, una completa renovación de la conciencia”. En cambio, surgieron tiranías en nombre de la clase, la raza o la nación, el individuo fue sacrificado a la comunidad, las nuevas religiones políticas triunfaron. Tremendas guerras ensangrentaron el mundo, mientras pueblos enteros marchaban obedientes al mando de sus hombres de la Providencia.
La religión, señalaba Berdiaeff, “rige todo lo demás”, “exige una sociedad de carácter sagrado”, por lo tanto “rompe con los sistemas de independencia y laicismo de los tiempos modernos”. Nada mejor que el comunismo, observó, la herejía religiosa por excelencia, lo demostraba. En él, “toda la vida y todos sus aspectos se colocan bajo el signo de la lucha religiosa”. Él era ruso y se refirió a los rusos bajo el bolchevismo. Pero, mutatis mutandis, es lo mismo que experimentaron italianos y cubanos, alemanes, chinos y venezolanos.
Aunque filtrados por tecnologías modernas que difunden una apariencia engañosa de posreligiosidad o, como se suele decir, de posmodernidad, síntomas similares impregnan nuestra era. Será que los ingredientes de los que están formados el hombre y la historia son más o menos siempre los mismos: individuo y comunidad, fe y razón, conciencia y esperanza, algunas cosas más. Las que cambian de un lugar a otro y de una era a otra son las dosis de cada uno de esos ingredientes, y eso hace la diferencia entre el espíritu de una era y el de otra.
Religioso, por ejemplo, es el sentido de la ola populista actual. Lo que llamamos “populismos”, de hecho, no son más que formas religiosas de entender no solo la política, sino también el lenguaje, la moralidad, la estética. Las dicotomías maniqueas que los populistas agitan en cada una de estas dimensiones eluden la duda, detestan el matiz, destruyen la complejidad, es decir, la pluralidad. El populismo exige certeza, simplicidad, amigos y enemigos. En una palabra: fe, no razón. La suya es una guerra de religión permanente.
En el mismo plano, somos hoy testigos del poderoso regreso de los grandes relatos, de los grandes personajes, de la creciente demanda de líderes carismáticos que desde el púlpito o desde la red nos orientan y protegen. Los grandes del pasado arrecian en el cine: no solo los Churchill y los Lincoln, sino también los Stalin y los Mussolini. Como si buscáramos patrones, los padres y las autoridades que nuestra edad no produce o no logra dejar de desear. Las ventas de los libros premian a los grandes redentores y moralistas. Más que reflexiones y preguntas, los lectores parecen buscar afirmaciones y respuestas, alguien que les diga dónde está el bien y dónde está el mal, y quién tiene la culpa de todo. Al hacerlo, buscan a su alrededor el significado de la vida que Kant encontraba en las estrellas y en la ley moral de su conciencia.
Las mismas fake news, tan en boga hoy, son el nuevo nombre de una cosa antigua. La noticia falsa, mejor dicho la noticia que nos gusta creer que es verdadera, reafirma nuestra fe en lugar de desestabilizarla, nos complace más que las noticias verdaderas pero incómodas. Frente a una realidad desagradable, mejor conservar la fe en lo que ya creemos. El mal, dicen algunos, empezó cuando el conocimiento reclamó la primacía sobre la creación. Ahora se diría que la creación quiere consumar su venganza: en esto estriba una era religiosa.
Las causas que alimentan las edades religiosas son más o menos conocidas, no son diferentes hoy de las del pasado. Sucede que el hombre se espanta al violar nuevas fronteras, al alcanzar nuevas velocidades, al develar nuevos secretos; sucede que, asustado ante lo desconocido o lo incomprensible, busca refugio en el eterno misterio de la religión; que al prosaico comercio prefiere el heroísmo del guerrero; a la fría razón, el calor del sermón. Toman pie así bajo nuestros ojos el miedo al progreso, el horror a la ciencia, el regreso de prejuicios y supersticiones. Y con ellos, las letanías sobre mundos idílicos que nunca existieron, las teorías sobre el decrecimiento feliz, los cultos a la pobreza, las fantasías apocalípticas.
Pero ¿realmente el espíritu de nuestro tiempo es esto? ¿Realmente vivimos una era religiosa? ¿Nos esperan entonces aún más guerras religiosas de las ya en curso, nuevas epidemias creadas por el rechazo de curas y vacunas, nuevas hambrunas causadas por el odio al comercio y al mercado, nuevos fanatismos, nuevos odios, nuevas miserias en nombre del pueblo, de la nación, de la identidad, de la cultura, del grupo étnico? En la época de Berdiaeff ocurrieron muchas tragedias antes de que la razón regresara al lugar donde debería estar, antes de salir del túnel de la era religiosa.
Afortunadamente, la historia no tiene un espíritu particular, nunca va en una dirección específica. Ya se dijo muchas veces que la Ilustración estaba muerta, que la razón estaba démodée, que el conocimiento útil para la mejora de la vida humana era dañino, que para encontrar el sentido de la vida servían santos y héroes. Como en todas las edades, en la nuestra también la razón flanquea la irracionalidad; el conocimiento, la creación y el pragmatismo, el fanatismo.
En este sentido, es bueno recordar que, en el curso de la historia, la religión a veces ha inhibido la creatividad, la curiosidad, la inventiva y la libertad, y las ha condenado como formas de herejía, desobediencia e individualismo. Esto sucedió sobre todo en el mundo católico, y en el católico hispano en particular, donde la curiosidad se consideró un vicio; la afirmación individual, una vanidad; la prosperidad, un pecado; la creatividad, incredulidad. Galileo es un ejemplo. En diferentes formas, este legado conserva una fuerza extraordinaria e impregna nuestra “era religiosa”.
Pero en otros casos no ha sido así: la religión ha alentado y recompensado a aquellos que, avanzando más allá del límite conocido de las fronteras del conocimiento, desmontaron antiguos dogmas y descubrieron, incluso para la gloria de Dios, las leyes que regulan el universo; leyes cuyo conocimiento debía servir para mejorar las condiciones de la humanidad. Newton es un ejemplo. En ese caso, la fe y la razón se enriquecieron entre sí y, escribe Joel Mokyr, la religión ha reconocido que “la irreverencia es la clave del progreso”. Esta tradición también permanece viva. Vale la pena cultivarla hoy, antes de añorarla mañana.
LORIS ZANATTA
“El poderoso regreso de los grandes relatos”
(la nación, 24.01.18)
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