(…)
A comienzos de 1967, Borges le cuenta a Bioy que recibió la visita de unos intelectuales mexicanos. Cansados de la poca importancia que Estocolmo les daba a los autores de la región planeaban un premio más importante que el Nobel, solo para latinoamericanos. Nuestro poeta les comentó que nunca sería más importante que el Nobel si no lo abrían a todos los escritores del mundo. Y aconsejó, siempre rápido y filoso, que “para enseñarles a los suecos, premiaran durante los primeros tres o cuatro años a escritores suecos”.
El proyecto de los mexicanos no prosperó, pero años después otra insinuación daría lugar a una recompensa como no hay dos. En 1984, invitado a Sicilia por la elegante editorial Novecento, Borges jugó con la idea de un premio en que al ganador le correspondiera elegir al próximo laureado. La idea les gustó tanto a los editores que en 1986, y cada dos años, comenzaron a conceder uno: lo llamaron La Rosa d'Oro. Las razones diferían, con agudeza, de las de Nobel. Se entregaría a una personalidad viva "que haya contribuido con su obra literaria, musical o figurativa a aumentar el patrimonio de conocimiento, sabiduría y belleza de la humanidad". Borges, por supuesto, fue elegido ad hoc.
Ya muy enfermo, el escritor no pudo ir a recibirlo, pero sí designó a su sucesor. ¿Quién? Nada menos que Henri Cartier-Bresson. “Borges me dijo: ?Lo elijo a usted porque usted ve y yo ya no veo'. Yo le aclaré que no me gustaban las ceremonias. Pero Borges murió antes de que fuéramos a Palermo, que era donde se entregaba el premio. Él se había criado en Palermo, en la Argentina, y yo había sido concebido en Palermo, en Sicilia. Antes de morir, le dijo a María [Kodama] que ella sería la encargada de dármelo en su lugar. ¡Y la ceremonia tuvo lugar en el mismo hotel en que yo había sido concebido durante la luna de miel de mis padres! En la vida todas son coincidencias”.
El premio no puede dejar de recordarme las conspiraciones fabulosas de cuentos como “Tlön, Uqbar, Orbius Tertius” o “El congreso”. Las inquisiciones por la red, que se suponen inmediatas, apenas dan resultados. Hubo que dedicarle un buen rato a reconstruir la serie de confabulados a los que une esa misteriosa rosa de oro: Borges eligió a Cartier-Bresson; este al editor Giulio Einaudi, Einaudi al músico y compositor Pierre Boulez, Boulez a Peter Stein, el regista alemán a I.M. Pei, el arquitecto que concibió la pirámide de vidrio del Louvre a Eduardo Chillida, el escultor vasco al modisto Ives Saint-Laurent, que a su turno optó por el gran David Hockney, que a su vez seleccionó al polifacético Robert Wilson. La lista llega hasta fines de la década pasada. Ahí se pierde el rastro. ¿Seguirá existiendo ese premio a contracorriente? ¿O, a diferencia del Nobel, habrá alcanzado la perfección de que se lo siga otorgando en el más absoluto secreto?
PEDRO B. REY
“El premio que inventó Borges”
(la nación, 13.01.18)
16.1.18
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