9.8.11

del archivo chatarra: tres mujeres

Hace unos días, cuando comentamos la publicación de un post de “Libreta Chatarra” en “Oblogo” (http://libretachatarra.blogspot.com/2011/07/de-nuevo-en-oblogo.html), espontáneamente recordamos algunos de los textos que escribimos en estos años en “Super Chatarra Special” predecesor de este weblog. Hay uno que le tenemos especial cariño, por ser uno de los primeros textos que tuvo cierta repercusión en el público de entonces. Fue un “editorial” de la primitiva página de “Super Chatarra Special” cuando éste se actualizaba semanalmente. La nota se llamó “Tres mujeres”, un texto contando tres historias femeninas y que quedó en nuestro recuerdo y afecto por haber recibido comentarios positivos de, precisamente, visitantes femeninas. Que las mujeres nos digan que habíamos logrado, en dicho tríptico – viñeta, captar la psicología femenina, fue un incentivo extra para seguir escribiendo cosas en el Chatarra.

Así que rescatamos para esta sección, ese escrito, fechado el 14/05/01 en Villa del Parque, aprovechando para hacer algunos cambios menores en el texto.
tres mujeres

De la primera, no conozco el nombre, sólo el negro del cabello que apenas roza sus hombros. Era (es) una de los tantos usuarios del transporte automotor de pasajeros que espera el colectivo 109, en la parada de Emilio Lamarca y Lascano. Cada mañana, cara de sueño, bufanda al cuello, sobretodo oscuro, novio al hombro, una de las tantas parejitas que esperan iniciar el día en compañía.

Podía decirse que es linda, pero sin dedicación completa. Ropas holgadas, un maquillaje austero, mantenía una serena elegancia, sólo lo estricto: daba el handicap de no ser una de esas mujeres que hacen dar vuelta a los hombres en la calle para mirarla.

Una mañana apareció con ojos rojos, menos maquillaje, la bufanda anudada con descuido.

Sola.

A la mañana siguiente repitió la rutina, con ojos un tanto menos rojos. La ausencia del rubio de ojos celestes y mejillas coloradas era una presencia a voces. Especulamos posibilidades, proyectamos pronósticos, intuimos derroteros y comprendimos que la parejita matutina se había peleado.

Otra mañana apareció una rubiona, de pantalones verdes entallados, con una blusa bajo la que protestaba un corpiño armado, acaparando las miradas masculinas de la parada. Hubo que mirarla dos veces para reconocer a la morocha de bufanda enmarañada. Volvía al mercado, reaprovisionándose de armas.

Un par de semanas después reapareció el rubio colgado a su hombro, haciendo juego con la sonrisa que le fileteaba el rostro. No abandonó el pantalón entallado ni el busto generoso. Había cambiado, sólo para ser la misma.

De la otra, invento un nombre, Laila, feliz esposa, madre de familia (dos hijos, un perro, un suegro protestón), dínamo incansable, era de esas clases de mujeres con la que uno anhela pasar la eternidad, porque sospecha que la hará mucho menos aburrida. Efusiva, temperamental, jocosa, activa, bordeaba el precipicio que acecha tras la curva de los 40. Alguna arruga, una adiposidad disimulada, unos pechos caídos, luchaba contra el tiempo con la convicción de una juventud que se resistía a claudicar.

Vino, entonces, el último esfuerzo. Reverdeció una mañana, con la seducción de una quinceañera. Brilló en la noche con un encanto que creía perdido. Repentinamente, casi sin pausas, sus remeras se ajustaron mejor a sus curvas, los pantalones le calzaban exactamente en sus caderas y su piel, magnética, irradiaba un dorado perfume que cortaba el aire.

Nunca había estado tan bonita. Nunca jamás lo estaría.

Fue un vuelo de mariposa.

Amaneció otra mañana con arrugas que no existían al acostarse. Perdió cierto fulgor, el aire dejó de vibrar ante su paso. Seguía siendo ella, pero era un poco menos. Ni su marido ni sus hijos se dieron cuenta del cambio. Al fin y al cabo, la querían. Pero sola, ante su espejo, supo que la juventud se había ido.

Disimuló durante unos años, antes de rendirse ante la evidencia.

La última se llama Rosa, no pasa de los veinte años, pero su cuerpo (más que su rostro) delatan la dureza de su vida. No es bonita. Como lo definiría con tacto uno de mis amigos más diplomáticos, "bien mirada tiene su gracia, pero es, más bien, fulera". Vino de Bolivia con su esposo (tan joven como ella) y su hija de meses. Espera otro, dentro de una panza que esquiva entre los cajones de manzana y los paquetes de acelga de su verdulería. Incansable, sonríe, atiende, regala una yapa, vigila a su nena y le da el tiempo para tomarse un mate lavado.

Lo suyo fue siempre pico y pala, tirar para adelante y ganas, laburo cotidiano, ganarse el pan y si se puede la sopa. No soñó con un desfile de modas ni con acaparar las miradas de un público entregado. Tal vez, sólo tal vez, intuyó al hombre y a su familia en el futuro. No hay maquillajes, cortes modernos, ropa de fin de siglo. Sólo overoles, ropa prestada o regalada, cosas comunes, funcionales, sin ningún afán estético.

Una tarde, la sorprendí frente al espejo roto, manchado de humedad, colgado de un clavo detrás del estante de las cebollas. Se ajustaba el cabello largo, con un pañuelito rojo, al que anudaba con todo esmero y dedicación. Acomodó el nudo, volcando el cabello a un lado o a otro. Sólo cuando estuvo segura del resultado, vino a atenderme, con una sonrisa de oreja a oreja.

La mariposa emergió del capullo. Nunca una mujer fue tan hermosa.

Intuyo en las tres un gesto, un rito, una ceremonia tan vieja como el mundo, que sólo puede llevar a cabo una mujer, en una lucha contra el tiempo, el olvido y la soledad. Confío que, al final, su esfuerzo empareje la cuenta y que el Universo, al fin, se apiade de nosotros.

No hay comentarios.: