Antes de la debacle de las inundaciones de la última semana, leí en Facebook las declaraciones de un artista plástico argentino enojadísimo con los asistentes a la carrera de Super TC 2000 que se corrió en el circuito callejero en Palermo. Al tipo le brotó la caspa hasta con la gente que sacaban fotos sin darse cuenta que los coches eran tan rápido que no se iban a poder captar, que los rodados estaban llenos de publicidades, que cuál era el mensaje que se quería dar.
Me llamó la atención porque el tipo vio algo que lo indignó. Y yo, que estaba en las mismas calles por la que estuvo él, vi otra cosa totalmente distinta. Yo me fijé en los padres con sus chicos, juntitos, viendo correr a los autos (aunque, es cierto, sólo se viera una estela fugaz detrás del tronar de los motores), compartiendo un buen momento. Vi a los pibes más interesados en rodar por la lomita del Monumento a Mitre que en seguir la competencia. Y oí a los pequeños ametrallando con boludeces seriales a sus progenitores que, cumpliendo con el rol paternal, era puntualmente contestadas.
Tal vez por yuxtaposición temporal, esa reacción la asocié a otro hecho. En la jornada previa, había visto una comedia con Billy Cristal y Bette Midler (Parental Guidance) que acá fue destrozada por la crítica. La película no es brillante, no queda en los anales del género, pero me hizo reír y pasar un buen momento. Sé que no es un filme superior. Pero sirvió para su objetivo: provocar la risa. También necesitamos, en el cine (como en otras artes) de momentos de valles, ante tantos intentos de cordilleras que no llegan a ser colinas.
Otra vez: algo menor, divertido. Pero que tiene que ser criticado y destruido. Más aún: enjuiciando a aquellos que demuestran disfrutar con esa distracción, con ese momento de esparcimiento.
Esos dos hechos yuxtapuestos me dieron a pensar si no estamos enfermos de la pulsión por lo perfecto, por lo absoluto. Si esa vocación por la excelencia (que sólo puede cumplir tipos sobresalientes, lejos de la media del 90% de nosotros), no nos hace perder las mejores cosas de la vida.
Una carrera de autos, una comedia liviana, tienen su lugar en el sol. Tal vez, el verdadero sentido de la vida sea merecer esos momentos tontos, pavos, ordinarios que nos hacen sentir bien. Si algo nos sirve para reír con nuestra pareja o pasar una tarde de sol con nuestros hijos, ¿por qué buscarle la vuelta?
¿No hay, acaso, pregunto, un autoritario deseo de decirle a la gente cómo y de qué manera se tiene que sentir? ¿No hay un mandato militante que examina el modo y la forma en que la gente busca divertirse?
Nos gusta lo supremo. Pero la vida, el 99% de la vida, es lo chato. Lo común. Lo repetitivo. Esos pequeños intersticios en los que nos hacemos un tiempo para disfrutar de la vida, no deberían ser menospreciados. Si un circuito de coches, si una comedia pedorra, nos alcanzan para alegrarnos, ¿por qué le vamos a buscar las vueltas? ¿Por qué ejercer la dictadura de la reflexión, buscándole el cartelito culposo para avergonzar al tipo que está pasando un rato contento?
Pienso en voz alta: ¿no será qué como sociedad estamos enfermos de cierta pedantería solemne? ¿No será que nos creemos demasiado superiores a la auténtica realidad como para rebajarse al nivel de disfrutarla?
Las tragedias (como sabemos por lo vivido en estos últimos días) siempre están a la vuelta de la esquina. No es muy inteligente desaprovechar esos momentos, esos brillitos que la vida nos da para seguir abriéndonos paso, día a día, en la selva cotidiana.
Disfruten lo que hay porque se termina mucho antes de lo que uno puede prever.
Así que si disfruta con una carrera de coches, con una comedia tonta, bailando como un nabo o pateando una pelota de fútbol, hágalo. Por más que abunden los “especialistas” que, al costado de la cancha, le enseñen cómo tiene que sentir, cómo tiene que reírse, cómo tiene que vivir.
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