10.7.13

ése día

Bueno, ya está. Te lo digo. Te digo cuándo.

¿Te acordás el día que nos encontramos en el colectivo?

Te conocía de vista, apenas intercambiamos palabras en un pasillo o junto a la máquina de café. Nunca te miré, nunca me miraste.

Cuando te vi subir me dije: “¡Uy, esta pesada! ¡Que no me vea que se va a poner a charlar! ¿De qué voy a hablar hasta llegar el Centro? ¡A los diez minutos no voy a tener que hablar!”.

Y me miraste, hiciste señas y, viniéndote al humo, te sentaste a mi lado con tu mejor sonrisa. Y nos pusimos a hablar y fue como si todas las charlas fueran nuevas.

Cuando miré por la ventanilla, ya casi habíamos llegado.

Y pensé: “¡Cómo me gustaría que ésta fuera la mujer que sostenga mi mano cuando esté por morir!”.

Bajamos, nos dimos un beso protocolar y nos separamos.

Y me quedé pensando en eso todo el día.

Mi lógica racional le dio vueltas, una y otra vez, al pensamiento postrero de tu mano y de mi muerte.

Y sólo me quedé conforme cuando analicé, desmontando las partes del sentimiento, las razones (insisto, razones) que me llevaron a ese pensamiento. Que estaba pasando un momento especial tras la ruptura con Fernanda y la muerte, casi simultanea, del tío Abel. Que estaba con las guardias sentimentales bajas. Y que fantaseé con ese final de melodramón que me evocaba la escena de cierta novela que estaba leyendo en esos días.

Todo junto dio eso.

OK.

Ahora podía aceptar racionalmente, la química que había surgido en esa charla.

Todo tenía sentido. Todo era normal. Nada fuera de la lógica.

Pero había algo que no cerraba, un cabo suelto que no podía ver pero que estaba, indudablemente, ahí. Y seguí dándole vueltas a la conversación y a mi pensamiento. Hasta que unos días después, me cayó la ficha.

Me pregunté porqué yo, que tenía tanto miedo a morir, elegí para fantasear el momento final para tener tu mano en la mía.

No te imaginé abrazándote desnuda, ni mordiéndote una oreja ronroneando en tu nuca, ni disolviéndome en tu boca o entre tus pechos.

No. Sólo te imaginé sosteniendo mi mano, esperando mi muerte.

Y entonces entendí.

Te imaginé así porque, de haber sido al revés, yo hubiera quedado condenado a sobrevivir en un Universo con tu ausencia. Y esa posibilidad, esa sola posibilidad, hubiera sido imposible de soportar para mí.

Así que en mi fantasía era natural que yo partiera primero. Y que vos me vieras morir.

Ése fue el día.

El día que supe que te amaba.

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