13.10.16

el policial japonés

el país

Y fue precisamente en 1868 cuando se inicia la Restauración Meiji, movimiento que ponía fin a más de 250 años de aislamiento internacional japonés bajo el gobierno del clan Tokugawa. Tras la apertura de fronteras, la acomplejada sociedad nipona inició un rápido proceso de occidentalización en un intento por paliar su aparente retraso, imitando a Europa y América hasta en la sopa (algo irónico si tenemos en cuenta el “japonismo” que vivía la cultura europea de la época).

Las biografías de criminales y las copias descaradas de textos occidentales dieron paso en 1926 a Hanshichi, el verdadero precursor

Es así como a finales del siglo XIX surge una generación de juntaletras que trata de “modernizar” la literatura Made in Japan inspirándose en modelos extranjeros gracias a las primeras traducciones de las obras occidentales, entre las que, of course, se contaban las precursoras de la ficción detectivesca (conocida en aquellos andurriales como tantei shosetsu) por verla como fiel reflejo del progreso al que aspiraban (no olvidemos que, por aquel entonces, en el género lo que se llevaba eran los superdetectives que todo lo sabían y/o deducían por métodos supuestamente científicos).

Entre los pioneros en la traducción de los clásicos del misterio destaca por méritos propios Kuroiwa Ruiko (1862 -1920), que aprovechándose de que por entonces no existían derechos internacionales de autor (y por tanto, tampoco la SGAE), fusiló sin contemplaciones multitud de novelas anglosajonas y francesas, que publicaba serializadas en su periódico Yorozu choho (algo así como Informe matinal para las masas), pero con tantas licencias (cambiaba nombres, localizaciones y hasta fragmentos completos) que sería más justo hablar de adaptaciones.

Estos textos, que no llegaron al lejano Oriente hasta la década de 1880 (uno de los primeros fue el antes citado pestiño de la Rue Morgue en 1887), poseían una estructura nunca vista en el país del Sol Muriente, ya que narraban la historia del crimen y la posterior investigación que trataba de esclarecerlo. A resultas de ello, los primeros criminales literarios japoneses que aterrizaron en librerías y kioscos (puesto que la mayor parte de la producción previa a la Segunda Guerra Mundial apareció en periódicos y revistas) eran plenamente conscientes de estar cultivando un género “importado” (para más inri, de una cultura que consideraban superior a la suya), por lo que imitaron a sus sensei gaijin (equivalente nipón al más castizo término guiri) incorporando algunas particularidades de su particularísima idiosincrasia.

Así y todo, cualquier estudioso del tema sacaría su katana a relucir si afirmamos tajantemente que hasta entonces no había literatura criminal en Japón.

El éxito de las biografías criminales

Durante el período Edo (1603-1868) nació una tradición de “narraciones judiciales”, como Los juicios a la sombra del cerezo, publicado en 1689 por Ihara Saikaku (título traducido por mí a partir del estupendo ensayo en inglés de Mark Silver sobre los orígenes de la novela negra japonesa). Estos relatos, sin embargo, se centraban en el proceso por el que su señoría averiguaba los hechos (normalmente, mediante confesión del culpable) que ya le habían sido revelados al lector más que en descubrir la identidad del culpable; se trataba principalmente de hacer apología del supuestamente infalible —y sobre todo corrupto— sistema legal Tokugawa, algo más que comprensible si tenemos en cuenta el autoritarismo del régimen.

Otro antecedente detectivesco que proliferó durante los albores de la era Meiji y el subsiguiente boom de la prensa sensacionalista fue el de las biografías criminales, particularmente de mujeres asesinas como Takahashi Oden, decapitada en 1879 por apuñalar y robar (presuntamente, claro) a un vendedor de kimonos usados. Estas biografías fueron muy innovadoras, ya que solían incluir documentos judiciales que habrían permanecido bajo el secreto del sumario durante la era Tokugawa, pero en ningún momento trataban de ocultar la identidad del criminal sobre el que versaban (en una suerte de “crónica de una condena anunciada”).

Pero no fue hasta 1916, cuando entra en escena Hanshichi, el primer investigador literario japonés. Este Sherlock Holmes de la era Edo, como lo define su creador Okamoto Kido (1872-1939) al final de su primera aparición, tiene más de retrato nostálgico del Japón de sus ancestros (su padre era un antiguo samurái reconvertido en trabajador de la embajada británica, donde Okamoto aprendería el idioma que le permitió leer los textos originales de Conan Doyle) que del megaconocido archienemigo del profesor Moriarti. (…) Y es que, frente al vasto conocimiento científico del que hacía gala el detective consultor de Baker Street, Hanshichi se sirve del saber sobre Japón y sus gentes para intuir más que deducir la resolución de sus intrincados casos.

(…)

SERGIO VERA
“Cuando Sherlock vestía kimono: presuntos culpables del amanecer del misterio japonés”
(el país, 13.10.16)

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